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Recuerdos y aventuras de Lauren Bacall en San Sebastián

La actriz caminaba por la parte vieja de San Sebastián en 1992 como si estuviera en su casa

Cuando Lauren Bacall fue invitada al festival de San Sebastián en 1992, el premio Donostia tenía ya un brillante historial, Gregory Peck, Vittorio Gassman, Bette Davis o Claudette Colbert entre otros, y la actriz lo aceptó sin dudarlo. Había admirado mucho a Bette Davis, y recordaba haberse sentido reconfortada por ella cuando estrenó en Broadway en 1970 la versión musical de Eva al desnudo, titulada Aplauso. La Davis le había dicho que sólo ella podía haberla representado, y fue algo importante porque, al parecer no eran frecuentes sus elogios. Y aunque la sombra de Bette Davis, fallecida sólo quince días después de haber recogido el premio Donostia tres años atrás, pudiera parecer un maleficio, Lauren Bacall se sintió a sus anchas en San Sebastián desplegando tanta vitalidad que producía asombro en una mujer de 68 años. Paseaba por la parte vieja de la ciudad como si estuviera en su casa, y aunque cometió el exceso de querer llevarse un jamón entero (por cuenta del presupuesto del festival) o de encargar algún que otro bolso o de cambiar los costosos billetes de regreso de forma caprichosa, sus apariciones públicas fueron memorables. Casi todo le divertía, y lo celebraba con una risa que se transformaba fácilmente en carcajada prolongada y sonora, fresca y grave como su propia voz. La alegría que desplegaba le sentó bien a aquella edición del festival que estaba siendo duramente criticada por la prensa. La gestión del delegado general, el belga Rudy Barnet, no gustaba, especialmente por una retrospectiva que acabó siendo chata y mortecina dedicada al actor y director John Cassavetes. Su viuda, la actriz Gena Rowlands, fue compañera de paseos de Lauren Bacall, que siempre intentaba quitarle importancia a las cosas. Se las veía cuchichear, y a la Bacall cerrar sus comentarios con una risotada.

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La que era un mito del mejor cine clásico había querido ser actriz de teatro, y aunque se confesaba insegura, ante el público desplegaba un aplomo, unas tablas que daban fe de su vocación. Los periodistas que acudieron a la rueda de prensa permanecieron en silencio durante un buen rato, limitándose a admirarla. Finalmente alguien le preguntó por Humphrey Bogart, que cómo era, y ella, con maliciosa picardía, respondió con otra pregunta: “¿Cómo era cuándo?”. Aclaró tras la broma que Bogey era vitalista e ingenioso, y que seguramente le transmitió a ella esas virtudes. Esa noche desarrolló el mismo sentido del humor al recoger el premio Donostia de manos del alcalde, Odón Elorza, y al día siguiente cuando fue ella quien entregó la Concha de Oro a la mejor película, que esta vez recayó en la argentina Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain.

Lauren Bacall abandonó San Sebastián siempre entre risas alegres, y al cabo de un par de años, en un festival de Cannes no dudó en acudir a una fiesta que organizaba el festival donostiarra de manera informal, en plena calle. De nuevo entre bromas la Bacall no cesaba de repetir: “¡Pero esto es una locura!”, aunque eso sí, sin rechazar el buen vino tinto que se le ofrecía.

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