‘El eunuco’ como vodevil pop
La hilarante comedia clásica llena el Teatro Romano de Mérida en su estreno
Más de 3.070 entradas vendidas para el estreno en la noche del miércoles de El eunuco de Terencio en el Teatro Romano de Mérida y todas las localidades agotadas para las funciones hasta el próximo domingo, un total que superará los 15.000 espectadores y que ya tiene visos de récord en esta 60ª edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de la ciudad extremeña.
La versión libre de Jordi Sánchez y Pep Anton Gómez de la más difundida entre las seis comedias de Terencio, con un reparto encabezado por Pepón Nieto (Fanfa), Anabel Alonso (Thais) y el menudo pero apolíneo Alejo Sauras (Lindus/El eunuco), es uno de los órdagos del nuevo estilo de la actual dirección del festival, apostando por una conexión si se quiere más directa con el público y que hasta ahora, en la taquilla, ha tenido un reflejo dinamizador. Maravilla la actualidad y el empeño de Terencio en mantenerse vivo, a pesar de pasar por tantas manos, algunas más consideradas que otras. En este caso los adaptadores han ido lejos, se han tomado todas las libertades que el mismo género propulsa e, incluso, han saltado la valla y el posible canon de la comedia clásica para recalar en un ambiente movedizo y contemporáneo, más de vodevil que de sátira. La ambientación, signada ex professo sobre estereotipos reconocibles, se torna ecléctica, rebosa de equívocos y usa del vestuario como apunte referencial. Hay múltiples ejemplos gráficos de esto desde que se abre la luz y a lo largo de las más de dos horas de trepidante corriente de escenas y situaciones.
El joven Lindus, en el prólogo o introducción, aparece vestido de civil actual, pero poco después, con un más que efectivo golpe de efecto, ya en harina, vuelve a escena con traje de época; en estricto, es el único que va a la griega (o mejor, a la grecorromana) y eso es lo que sitúa al espectador y lo contextualiza hacia lo histórico, lo enlaza al entorno memorial-monumental: el teatro mismo, como si fuera una cita literaria (en este caso plástica) al comienzo de la lectura. Luego el tratamiento tiende a la ensalada recurrente: Anabel Alonso, ligeramente belle époque y buscando el sicalíptico; Pepón, en una mezcla del mariscal von Bismarck con el emperador austrohúngaro Francisco José; Eduardo Mayo (Cilindro), como un pijo salido del Eton de los años treinta, y así hasta completar la nómina, donde no falta la tuniquilla neoclásica de Pánfila (María Ordóñez), que enseguida nos deja ver sus bragas y un sostén tecnológico y ultramoderno.
La escenografía plantea una solución tan práctica como fría en su geométrico esquema: cuatro paneles móviles componen un cubo que los propios actores manipulan y mueven estructurando ambientes diferentes, interiores y exteriores figurados. Ese volumen, si se quiere puro, contrasta pero no rechina, con la siempre poderosa mole del frente de escena del teatro, con sus columnas, estatuas y añadidos procedentes de la agresiva reconstrucción de José Menéndez Pidal, para muchos un pastiche.
La ambientación se torna en esta versión ecléctica y rebosa de equívocos
Daba gusto ver esa grada repleta hasta la bandera, lo que transmite una electricidad colectiva, la risa se hace contagiosa y los actores se ven engarzados de la misma euforia, los hace acaso más cercanos y disponibles, en resumen más comunicativos. A la versión muy libre de Sánchez y Gómez le falta la generosidad de un intermedio. Este Eunuco necesita de la pausa central para alivio de vejigas, culos y espinazos maltratados por la dura piedra milenaria, amén de los bienaventurados cojines, que muchos parroquianos se traen de casa, con un mullido pensado para las largas sesiones y burlar así la tortura pétrea. Tanto las partes musicales como coreográficas, responsabilidad respectiva de Asier Etxeandia, Tao Gutiérrez y Chevy Muraday, resultan eficaces por su discreción y tono. No hay pretensiones exageradas. En el canto y en el movimiento rítmico, músicos y coreógrafo han explotado las posibilidades reales de los intérpretes.
Terencio, anteayer y mañana
Hacía 16 años que en Mérida no se representaba El eunucode Terencio [Publio Terencio Africano o Publius Terentius Afer, en alusión a su amo el senador Terencio Lucano y al posible origen cartaginés: la tesis de Suetonio].
Este autor de comedias tuvo un decenio productivo (170 aC- 160 aC) que le colocó en la historia del teatro para siempre; en su caso particular, el talento fue su pasaporte a la libertad y a una digna fama en la República romana. Como explica Richard Jenkyns en El legado de Roma, "por lo menos los romanos estaban más dispuestos que los griegos a liberar a sus esclavos", circunstancia que se aplica al bueno (listo) de Terencio. Jenkyns, en su agudeza, puntualiza: "Se ha querido que lamentemos la pérdida y frustración de talento que revela el hecho de que entre todos los fragmentos literarios de la antigüedad no haya nada escrito por un esclavo siendo esclavo. En cierto sentido, esto es verdad, pero esconde que Terencio, Epícteto y Livio Andrónico (el primer poeta latino) fueron esclavos a los que sus amos liberaron".
El caso particular de Terencio es su casi milagrosa y constante hebra; aún pagamos peaje a la edición de Richard Bentley de 1726; antes, inspiró a una monja medieval y después estuvo en manos de Gabriele Faerno en el siglo XVI, y como dice Gordon Braden, "jamás llegó a desaparecer del panorama cultural": su Andria es el precedente a La mandrágora (c. 1518) de Maquiavelo.
Babelia
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