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Revelaciones en el triángulo de Possagno

Una visita a la casa del escultor Antonio Canova, junto al templo que convirtió en su tumba

'La bailarina', témpera sobre papel de 1797, expuesta en la muestra 'Canova y la danza'.
'La bailarina', témpera sobre papel de 1797, expuesta en la muestra 'Canova y la danza'.museo gipsoteca de possagno

Possagno está a desmano, pero una vez que se visita, ya entra en la vida del viajero, y se regresa siempre hasta sentir que, poco a poco, ya no está tan lejos. Cerca de Treviso, en el centro de la región véneta, Possagno está en la historia del arte por derecho propio: allí nació Antonio Canova, el más grande de los escultores neoclásicos, el último poeta del mármol y quizás la única personalidad creadora que mantuvo un hilo mágico de comunicación estética directa con ese glorioso pasado que son Miguel Ángel, Donatello y Bernini, atribución que señaló en su día el crítico y coleccionista Mario Praz.

Hay un triángulo mágico en Possagno que lleva al caminante desde la casa-museo de Canova a la vecina Ala Scarpa para después ascender hasta el llamado “templo canoviano”, que se pagó el mismo escultor y que se concluyó tras su muerte: él sabía que iba a ser su tumba, y por eso recrea con grandes evidencias, de la columnata a la rotonda, al Panteón de Agripa romano. Es, como tantas veces en Canova, otra evocación estilizada y potente del mundo antiguo, concebida para su túmulo y como sitio de peregrinación, lo que explica que su ubicación en la parte más elevada de la suave colina, signifique la culminación del camino de la vida. Los restos de Canova están allí, menos su corazón, que está en una urna en la Basílica dei Frari de Venecia.

El ala Scarpa es el pabellón moderno proyectado por el veneciano Carlo Scarpa (1906-1978) para albergar todos los bienes patrimoniales y artísticos de Canova que no cabían en la casa antigua, ya de por sí muy recargada de yesos, muebles Imperio y ámbitos naturalmente estrechos. No es tampoco que a Scarpa le sobrara espacio. Precisamente la genialidad de esta construcción de hormigón, mármol travertino, acero y cristal suavizada con láminas de agua en su entorno, está en crear de lo angosto lo grandioso. Al principio, llovieron las críticas negativas por acercar tanto “esa mole agresiva y desnuda” a los originales constructivos del siglo XVIII, pero el tiempo lo ha puesto todo en su sitio justo, como con la vida profesional del propio Scarpa, que estuvo rodeada, a la vez, de polémica y laureles hasta el final: solamente se le concedió un título honorífico de arquitecto después de morir.

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De su genio nadie discute, de su sensibilidad, tampoco, pero en su tiempo se le masacró con aquello de no tener un título acreditativo, de nada le valió haber tenido una exposición monográfica en el MoMa. Si la museografía moderna tiene un maestro a quien agradecer tantas cosas, es a Scarpa, que entendió a través de todos sus museos y exposiciones esa noble servidumbre del diseñador a la obra por exhibir, lo que en Possagno llevó a territorio de éxtasis funcional.

Entrar al ala Scarpa es como sumirse en un laberinto trasparente de líneas rectas que contrastan con la morbidez natural y curvilínea de las obras de Canova. Dibujos en las paredes, yesos en los pedestales de obra o de acero oscurecido y mate, vitrinas-cubo de cristal que parecen suspendidas en el aire, tragaluces y ventanucos estratégicamente horadados en el muro para que el chorro de claridad caiga sobre la pieza específica. Sin miedo a la acumulación, Scarpa sigue la política expositiva de la gran sala de la Gipsoteca antigua, donde los yesos, como fantasmas, dialogan entre sí, juntos pero no revueltos. Allá donde miras, te espera la línea de una vestal o un argumento homérico, la proporción de un Apolo o la serenidad doliente de los relieves funerarios.

Los restos del artista están aquí, excepto el corazón que fue a Venecia

Canova trabajaba sin descanso desde el dibujo de boceto y el modelado de arcilla, que entregaba a los artesanos del molde de yeso, para después pasar al bloque de mármol. Aquí los yesos son los testigos activos de un proceso hasta llegar a la perfección marmórea, pero en su época, esas “pruebas de artista” en escayola eran ya también muy valoradas por coleccionistas y mecenas. La princesa Lubormirski encargó a Canova dos yesos de su “principito de la boca temblorosa”, como una poeta llamó a la escultura viajera, una historia apasionante que ya conté antes.

En algunas de mis excursiones a Possagno me he encontrado auténticamente solo mientras recorría el triángulo casa-museo-ala Scarpa-templo canoviano; apenas un lugareño indiferente, y alguna vez, japoneses que lo traen bien aprendido. Por recordar dos viajes inolvidables y más recientes, me cité con el triángulo de Possagno cuando en 2007 llevaron hasta allí desde Polonia la escultura El príncipe Henryk Luborminski como Amor y en el otoño de 2012 la muestra Canova y la danza, que reunió dibujos, acuarelas, mármoles y sobre todo yesos míticos, como la Bailarina con crótalos. El mármol de marras está en Berlín, el yeso en Possagno. Otro tanto pasa con Maria Taglioni (mármol en el Hermitage de San Petersburgo), con los pies desnudos y alzada sobre sus dedos, brazos en alto y en arco, sosteniendo una corona de laureles de bronce. Canova dibujó también a la bailarina madrileña María Medina, que antes de recorrer mundo con Salvatore Viganó trabajó en el Teatro del Príncipe (hoy Teatro Español) donde tocaba las castañuelas y era copista de música.

Carlo Scarpa proyectó un espacio para acoger los bienes del escultor

Algunas de estas piezas no pueden trasladarse ya. Mover un mármol o un yeso no es como hacerlo con un cuadro, la fragilidad de dedos, ropajes al viento y guedejas ondulantes asusta. De modo que hay que ir hasta allí, y si es en otoño, mejor. El paisaje que rodea a los tres monumentos adquiere a partir de octubre una policromía indescriptible que se alía precisamente con la obra del hombre, ya sea la del siglo XVIII memorial como la del siglo XX de Scarpa, para constituir un todo armónico, una continuidad cromática y volumétrica como la que veía Antonio Canova en la danza, tema profusamente estudiado desde los viajeros del siglo XIX a hoy. El acto de la danza llevado a la gentileza escultórica como un reto de atrapar el movimiento en su más excelso momento, un instinto creativo que también está elípticamente en los edificios contenedores del arte canoviano.

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