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El sueño de Eskil Ronningsbakken

Los artistas noruegos protagonizan la jornada final del Jazzaldia

La cantante noruega Kristin Asbjornsen en un momento de su actuación en el Jazzaldia.
La cantante noruega Kristin Asbjornsen en un momento de su actuación en el Jazzaldia. Juan Herrero (EFE)

Eskil Ronningsbakken, ustedes no lo conocen, es un tipo al que le gusta subirse a una piedra al borde del abismo más tremebundo que pueda imaginarse y hacerse una foto que luego publican los periódicos en su sección Hechos Insólitos. Ahora le llaman hasta de China para sus actuaciones suicidas.

Como su propio nombre indica, Ronningsbakken es noruego de nacimiento y por vocación. No es casualidad. Por la causa que sea, a los noruegos les gusta el riesgo, sentir el peligro en la propia piel, esas cosas. Y con la música, lo mismo. Si quiere escuchar free jazz del fetén, no lo dude: Oslo es su destino; y del asunto electrónico, para qué hablar. Ni Nueva York, ni Ibiza.

Otra cosa que les gusta a los noruegos es el Festival de Jazz de San Sebastián. Existe esa conexión noruego-donostiarra que lleva a algunos a viajar desde las tierras nórdicas para disfrutar de lo mucho que ofrece esta ciudad a quien pasa media vida incomunicado bajo el hielo. Es fácil distinguirlos.

Al festival, vienen para escuchar a los suyos, lo que resulta un tanto extraño. Y el Jazzaldia les da lo que piden. Para que se hagan idea: de los tres artistas programados en la jornada final del domingo, dos provenían de aquel país.

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El primero, Bugge (pronunciado Bugui) Wesseltoft, con su concierto en el auditorio del Kursaal, que vino a ser una celebración de la amistad por encima de las diferencias de raza, religión o nacionalidad. Sobre la escena, un sueco (Berglund), un francés (Truffaz), un puertorriqueño (Claussell) y un turco (Ersahin), además de Wesseltoft, unidos en el respeto mutuo y las composiciones del último en clave future jazz, que poco tiene de jazz, y menos de future. ¿Vanguardia?: depende de lo que se entienda por tal cosa. Si se considera vanguardia lo que uno escucha en un after ibicenco acompañando la puesta de sol a 15 euros el gin tonic, entonces sí. Vengan los loops, los gadgets, y lo que sea menester. Por lo que a uno respecta, no hay en el mundo mejor medicina contra el insomnio, lo que no deja de ser una opinión, si bien que empíricamente contrastada. La respuesta de un público corto en años pero largo en entusiasmo, hizo ver al crítico lo posiblemente errado de su posición, que donde uno veía la nada elevada al cubo, otros vieron un “house-jazz equilibrado e imaginativo”. Y a lo mejor, hasta tenían razón.

De noruego a noruega, y tiro porque me toca. Kristin Asbjørnsen, encargada de abrir la jornada en la Trini, es una mezcla entre Sandie Shaw y Janis Joplin, con un toque de Kim Carnes, la de Los ojos de Bette Davis. De la primera, la costumbre de cantar descalza, lo que acaso resulte cómodo, aunque no muy higiénico. De las subsiguientes, la voz cazallosa que uno imagina producto del Aquavit. Las largas noches noruegas es lo que tienen.

Asbjørnsen canta sus cosas en inglés de Oxford, o de Oslo. Su música se nos dice, combina los gélidos paisajes nórdicos con el calor de la música africana. En directo, sorprende. Uno no espera algo así de una cantante noruega, será por su desconocimiento de la materia. Pero eso es, precisamente, lo bueno del jazz, que nunca se sabe lo que uno va a encontrarse. Otro ejemplo: Dee Dee Bridgewater.

Uno va a escucharla y espera encontrarse una diva al uso. De eso nada. “Me regañan porque me gusta meter las narices en muchos sitios”, confesaba la susodicha a quien suscribe. “pero no puedo estar siempre haciendo lo mismo. Además, es muy aburrido”. El movimiento se demuestra cantando. Afro Blue, de Mongo Santamaría, con letra de Oscar Brown Jr., coloca a la cantora en su contexto, al frente de un pequeño ejército de instrumentistas kamikazes. Del funk al free jazz y vuelta a empezar. ¿Se imaginan a Ella Fitzgerald haciendo algo así? Pues eso. Lástima que la cosa no durase. Y es que, por mucho que lo pretenda, DDB no es Ella (Fitzgerald), ni Sarah (Vaughan), y tampoco Cecile McLorin, la próxima diva del jazz, cuya reciente presentación en Vitoria todavía recordamos. Oído al parche.

Y ahora, a esperar la edición de 2015, en que se conmemorará los 50 años de festival “con la debida moderación”, según advierte su director, Miguel Martín. En el recuerdo, una 49ª edición “sostenible, saludable y segura”, amén de razonablemente satisfactoria en lo artístico, con sus actuaciones polémicas y una asistencia de público según los cálculos. Volviendo a lo que se viene, y puesto que la organización anda a la búsqueda de ideas, propongo resucitar los rediles dedicados a la prensa que facilitarían mucho el trabajo no siempre fácil a los del gremio; eso, y la posibilidad de organizar una misión suicida que dinamite el extractor de humos de la terraza gastronómica contigua a La Trini, una verdadera pesadilla para el aficionado.

Nos vemos en 2015.

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