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Las tristes vistas de un lugar hermoso

El Hotel Beau-Rivage de Lausana albergó la muerte de Serge Lifar y el de Ginebra la de Sissi

El hotel Beau-Rivage, en Lausana, en una foto de época.
El hotel Beau-Rivage, en Lausana, en una foto de época.

Pisé el hotel Beau-Rivage, en Lausana, en tres ocasiones. La primera fue en 1985 con el propósito de una frustrada entrevista con Serge Lifar, que se convirtió en un delirante monólogo del bailarín ruso, del que tomé unas primeras notas apresuradas que me sirvieron, al principio, de muy poco; ya estaba muy enfermo y saltaba de un tema a otro sin una coma, sin un respiro. Entonces me dijo: “Vaya a Nancy en la próxima primavera, voy a remontar Fedra para Maya Plisetskaia y es más que probable que sea la última vez”. Al año siguiente, efectivamente, fui a Nancy e hicimos la entrevista; Jesús Castañar lo retrató en el foyer de la Ópera en los que serían los últimos retratos y ya no lo volví a ver. Lifar murió de un devastador cáncer de huesos el 16 de diciembre de 1986 en el Beau-Rivage de Lausana, al lado norte del lago Leman, ese hotel algo austero, como una sólida mole tallada con gusto neoclásico, que tiene en lado norte a su hermano casi gemelo, el Beau Rivage ginebrino, sitios donde también estuvieron repetidamente y en acto de refugiarse, entre otras muchas celebridades, Victor Hugo, Camille Saint-Saëns y Coco Chanel. De allí, del lado sur, también salió la mañana que iba a morir asesinada la emperatriz Elizabeth Amalie Eugenie, Sissi para la historia, y luego la trajeron agonizante, envuelta en su enorme abrigo negro de plumas de garza, astracán y azabaches al estilo de Worth, a la misma habitación donde había dormido la noche anterior. Al cabo de una hora de agonía, falleció.

La segunda vez que estuve en el Beau-Rivage de Lausana fue a visitar en 1987 a la viuda de Lifar, Lilian, condesa de Ahlefeldt-Laurvig. En aquella época no había internet ni Wikipedia y tardé bastante en encontrar en el mapa de letras minúsculas de un atlas y en mi ingenuidad, Ahlefeldt, allá en el distrito Rendsburg-Eckerförde de la región Scheswig-Holstein. De todo aquello sólo me sonaba Holstein, porque hay unas vacas lecheras que llevan ese apellido. Total, Lilian nunca había estado por allí: ella era sueca, se había casado con Christian de Ahlefeldt, un conde danés, y conservó esa denominación para el resto de su vida. Lilian hizo época antes de encontrarse con el primer Apolo danzante del siglo XX, pues había tenido un romance con el heredero del trono de Nepal, otro con el príncipe ruso Vladimir Romanowski-Krassinski, y también con un multimillonario norteamericano que no tenía más armas en su escudo que los billetes verdes. Lilian había nacido en 1914 y fue educada en París, donde, preadolescente, vio bailar a Serge Lifar en las últimas etapas de la compañía de Diaghilev. Cinco décadas más tarde se encontraron para no separarse hasta la muerte del bailarín. Eso era un devoto amor que atravesó la lógica del tiempo.

El hotel Beau-Rivage de Lausana se inauguró en 1861 (mientras el de Ginebra se abrió en 1865) y nunca tuvo demasiados brillos, nada de ostentación. La decoración se conserva bastante bien con sus muralescas galantes en sepia y los candelabros de 12 luces sobre las mesas ovales estilo Regencia; el suelo de maderas enceradas y pulidas cruje bajo las gruesas alfombras, lo que es buena señal de autenticidad. Uno de los ujieres de librea me dijo una vez: “No se trata del número de estrellas que tienes en la placa de la entrada, sino de las estrellas de verdad que llevas adentro”. En 2012, la exclusiva lista de Conde Nast Traveler puso al Beau-Rivage como en número uno de la elegancia mundial, y mucha gente nueva y aparentemente chic no sabía dónde estaba. “Mejor”, dijo mi amigo, ahora ya portero principal (y que es el único que sigue allí con sus vistosos botones dorados y su chistera algo apolillada), cuando volví esa tercera vez a ver qué quedaba del rastro de Lifar y de Lilian, que había muerto en 2008. Ellos están enterrados juntos cerca de Nureyev, en el Cementerio de Sainte-Geneviève-des-Bois (Île-de-France) en una tumba de granito negro con cruces ortodoxas tan sobria y geométrica como el hotel que los alojó y al que llegué por la gestión confidente de una amiga crítico, balletómana pasional y coleccionista, Gilberte Cournand, librera de danza en su local en la rue de Beaune de París, donde había sobre la estantería principal una foto de Serge Lifar autografiada con grandes y agitados trazos megalómanos.

El apartamento o suite de Lilian después de la muerte de Lifar estaba intacto; el gran vaso con rosas amarillas que mandaba de vez en cuando el príncipe Rainiero de Mónaco, la zapatilla de oro en una urna, el piano de colín reluciente y al fondo, sobre la pared de entelado inglés, el cuadro al óleo de Serge Lifar en Giselle. El exdirector de la Ópera de París y estrella de toda una época me recalcó la primera vez: “Ella es mi ángel guardián. Sin ella no hay nada”. Era algo que repetía a todo el que quería escucharle. Parecía ser una relación blanca y de estilo platónico, muy espiritual, pero se casaron y Lifar, sabiendo que ella lo sobreviviría, la declaró su heredera universal, legataria de una colección fabulosa donde había desde Picasso hasta manuscritos de Stravinski. Lilian me dijo: “Siempre estaba activo, escribía, leía… Él quiso venir aquí, este lugar le daba seguridad. Trabajó durante años en unas nuevas memorias y es mi deber publicarlas. Lifar estaba fuera de todo materialismo, lo espiritual era todo para él”. Por fin había que hablar de la muerte que había tenido lugar en la habitación contigua: “Fue aquí; el último día fue terrible. Él era muy valiente y sabía que la muerte llegaba, hablaba de ello con tranquilidad, estuvo lúcido hasta una hora antes. La tarde anterior me pidió papel y lápiz y escribió: 'Adiós a la vida. Adiós a Lilia (así me llamaba). Adiós amigos y adiós a la hermosura de la naturaleza’. Después me susurró: ‘Tráeme el cuadro de Giselle”. Todo esto lo recogí en la revista Scherzo hace 27 años.

La emperatriz Sissi había ido al Beau-Rivage de Ginebra en busca de silencio, perseguida por varias desgracias: el suicidio de su hijo Rodolfo en Mayerling y el de su primo el rey Luis II de Baviera, ahogado en el lago de Starnberg, y la muerte de su hermana, abrasada por las llamas en París. Ella estaba hundida, pero su asesino, el anarquista Luigi Lucheni, llegó a decirle al juez: “Yo creía haber matado a una persona que vivía en una felicidad insolente”. Cuando cumplía cadena perpetua, Lucheni se suicidó ahorcándose en su celda. En un ángulo del gran salón arcado del Beau-Rivage hay un retrato de la emperatriz. Tiene que estar, es leyenda, pero se impone la latencia del recuerdo, el drama que no se oculta al paisaje.

Lilian, con las manos juntas y muy serena, toda compostura, cuenta que se armó de valor y le preguntó al moribundo: “¿Tienes miedo a la muerte?”. Y Lifar respondió con entereza: “No, porque yo nunca he especulado, sino que siempre he amado”. La viuda respira hondo y mira por la ventana al lago, que se ha vuelto rosado al atardecer, a la misma orilla donde paseó la emperatriz Sissi por última vez: “Voy a crear el premio Serge Lifar para el mejor bailarín y la mejor bailarina, no importa de dónde sean”.

Al final de la conversación con Lilian de Ahlefeldt-Laurvig saqué tímidamente mi cámara fotográfica y le pedí retratarla. No quiso ponerse delante del cuadro de Giselle, donde Serge Lifar es el príncipe Albrecht portando el ramo de calas hacia la tumba de su amada, sino en un rincón más discreto que hoy ya tampoco existe.

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