El Prado se abre para Schommer
Una colección de retratos del fotógrafo se mide con óleos de maestros españoles
Los retratos de Alberto Schommer (Vitoria, 1928) llevan detrás un proceso de reflexión que tiene más que ver con la pintura que con Instagram. No hay disparos casuales, ni siquiera instantes decisivos. Ayer, flanqueado entre 18 fotografías suyas y 13 cuadros de otros, que se desafían de pared a pared en el Museo del Prado, Schommer se reveló suavemente contra el signo de los tiempos: “Una fotografía no puede hacerse banalmente”. Se sabe, como poco, desde los retratos psicológicos que realizó en Abc y EL PAÍS.
En su serie sobre la Transición desplegó una sabiduría multidisciplinar y una osadía propia de los tiempos de la movida: retrató al cardenal Tarancón levitando agarrado a un crucifijo, a Suárez con un interrogante sobreimpreso en la frente y al poeta José Hierro como un imán de libélulas y mariposas. Ayer, en el marco de PhotoEspaña, inauguró Máscaras, una exposición, pequeña y singular, en el Prado, midiendo sus retratos con los de Goya o Ribera, en un diálogo que demuestra que la complejidad de sus imágenes le emparenta con la introspección de la pintura.
El fotógrafo es también un maestro de la luz, la llave maestra que le permitió despojar a sus modelos de la mirada: “El primer retrato que hice así fue el de Alberti, aunque no era mi intención. He hecho infinidad de retratos, pero las máscaras son una forma única de que tengan una gran fuerza interior”. Las máscaras obligan a detenerse en rasgos que suelen ser relegados por la intensidad de los ojos. La colección fotográfica, con sus seres desprovistos de mirada (oculta por juegos de iluminación), tiene algo de antología griega. Y aunque no haya ojos que escudriñar abunda la información. Cela, con sus cuencas oscuras, parece tan malhumorado como lo que fue. El músico Luis de Pablo se convierte en un trovador medieval ciego. De Chillida sobresale la mandíbula, sólida y contundente como sus esculturas. Aranguren, la boca algo entreabierta, es un hombre perplejo. Frente a ellos, tan contemporáneos aunque todos, excepto tres, hayan fallecido, se asoman otros hombres que destacaron en las artes y la cultura mucho antes de que se inventara la fotografía: Luis de Góngora, Diego Hurtado de Mendoza, Alonso Cano y acaso el propio Velázquez en un Retrato de un hombre.
Era un sueño de Schommer. Exponer en el Prado. Lo verbalizó el mismo día que le concedieron el Premio Nacional de Fotografía 2013, que conlleva la organización de una muestra del galardonado por parte de Cultura. Un deseo de Schommer que tuvo hada madrina: Miguel Zugaza, el director del Prado, que pensó en juntar a unos (óleos) y otros (imágenes) para hacerlos debatir más que para retarse. Y si alguien mira al artista Mariano Fortuny, en su autorretrato de 1947, y al escultor Pablo Serrano, fotografiado en 1985, solo podría pensar en un hermanamiento artístico y casi biológico. “La serie de Schommer nos permite reconocer una manera de hacer retratos, que se desarrolló en la pintura y que tiene un precedente en los bustos romanos”, señaló Zugaza, que ve la muestra casi “como un ramal” de las obras del Greco que se exponen a pocos metros.
Los 13 cuadros muestran a artistas y creadores, al igual que las 18 imágenes de Schommer. Solo hay una mujer: la galerista Juana Mordó, retratada en 1985. Unos y otros son sobrios, preparados para realzar la información que transmiten los rostros. Zugaza descartó a pintores extranjeros para la composición. Hay un sesgo austero que se puede rastrear en el retrato español, ya sea de Velázquez, Goya o Luis de Morales. Un fondo negro que puede llegar a invisibilizar las ropas, algo que también ocurre en la imagen de Antonio Saura. Juntos en la sala hacen más evidente las carencias, en opinión de Zugaza: “Este cara a cara nos permite reconstruir algo que en la cultura latina no se produce con la misma confianza que en la anglosajona. En esos países se ha creado una National Portrait Gallery, mientras que en España falta esa gran institución”.
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