Depardieu le echa teatro a la vida
'Love letters' guarda paralelismos con su interpretación más célebre para la gran pantalla, 'Cyrano de Bergerac'
¿Por qué ya no escribimos cartas de amor? ¿Por qué ya no escribimos cartas? Quizá deberíamos hacerlo una vez a la semana, como nos dicen desde el escenario Anouk Aimée y Gérard Depardieu. Pero hace tiempo que el género humano desterró la dulce trilogía de la pluma, el papel y el sobre. De no haberlo hecho, la gente seguiría contándose sus vidas, sus neuras, sus filias, sus fobias, sus arribas y sus abajos, sus furias y sus paces, sus besos, sus guerras, sus cosas, la vida.
Perdón: está el correo electrónico. También el WhatsApp. Facebook. Twitter. Así que nada de nostalgias aguafiestas. Larga vida al gadget fosforescente y hermoso. Pero recuérdese siempre que se pueda la máxima de MacLuhan: el medio es el mensaje. ¿Querrá eso decir, sobre poco más o menos, que no es lo mismo una carta de amor en papel-tinta-sobre-sello que un email de amor?
Depardieu llegó al aeropuerto de Girona cuatro horas antes del espectáculo
El sábado por la noche, en el Festival Castell Peralada, viendo en escena a dos gigantes del tamaño de Anouk Aimée y Gérard Depardieu leyéndose las cartas de amor que son el sustento dramático de Love letters, la pieza teatral creada en 1988 por Albert Ramsdell Gurney, cabía pensar en cómo sería esta obra en versión email. Imaginemos: en lugar de que Depardieu (Andy), sin mirar a su enamorada (Melissa), rebuscara delicadamente con las yemas de sus enormes dedos entre el montón de cartas y leyera, por ejemplo, “he estado pensando en ecuaciones, y a veces creo que x eres tú y que y soy yo”… o “querida, son demasiadas las maletas que tenemos que arrastrar”, abriría la carpeta de correo electrónico, buscaría el icono con el sobrecito amarillo, haría clic, movería el ratón para situarse en el inicio del mensaje y leería: “He estado pensando en etcétera, etcétera…”. Es lo mismo. Pero no es igual.
Ya no hay cartas o ya no hay casi cartas, de amor o comerciales, y en opinión de Gérard Depardieu tampoco hay ya casi teatro, ni cultura, ni política, ni medios de comunicación. A estas alturas de su atribulada vida el actor francés mejor pagado de la historia reniega de casi todo: los políticos, los banqueros, los periodistas, los empresarios… solo la buena comida, el buen vino y el vodka ecológico —que ahora piensa empezar a producir— parecen llamar la atención de este descomunal animal de la interpretación (descomunal en sentido literal del término, viéndole andar pesadamente por el escenario del Castell de Peralada fue fácil caer en la cuenta de que debe de andar por los 140 kilos, arroba arriba arroba abajo).
Con esta obra el francés vuelve
Depardieu ha trabajado a las órdenes de toda una pléyade de grandes del cine: Alain Resnais, François Truffaut, Claude Sautet, Bernard Blier, Michel Audiard, André Téchiné, Bernardo Bertolucci, Andrzej Wajda, Peter Weir… pero fue con Jean-Paul Rappeneau con quien alcanzó la cima de su arte: el Cyrano de Bergerac compuesto por Depardieu en 1990 marcó un antes y un después en la representación del clásico de Rostand. Le valió un premio César, una candidatura al Oscar y el ensimismamiento de millones de espectadores fascinados ante la capacidad de ensoñación, romanticismo, orgullo, genialidad y socarronería del actor francés.
Pese a haber firmado con Truffaut la que es una de las grandes películas sobre el universo de los escenarios y los camerinos (El último metro), a Depardieu le aburre el teatro. “Ya no hay grandes autores y los directores me cansan”, ha explicado. Abomina de los directores escénicos, no se lleva bien con la tramoya, odia ensayar y, en general, pero eso también le ocurre en el cine, huye como de la peste de tener que memorizar textos. Por eso Love letters es una obra perfecta para él. Una obra que, como su propio autor dijo hace 26 años, “no exige prácticamente compromiso alguno por parte de los actores, no requiere ensayos, tan solo darse cita una noche en un escenario y leer las cartas”.
Dicho y hecho. Anouk Aimée, la que fuera etérea y sensual musa de gente como Federico Fellini o Claude Lelouch, se montó el sábado por la mañana en un tren de alta velocidad en París y en cinco horas estaba en Peralada. Gérard Depardieu agarró un jet privado en un aeródromo cuya situación geográfica fue imposible de fijar (probablemente Rusia, donde vive ahora) y se plantó en el aeropuerto de Girona apenas cuatro horas antes de empezar el espectáculo. Los organizadores del festival no habían sabido nada de él ni de su entorno en los días previos. Suponían que se presentaría en Peralada, solo eso. Debieron de respirar cuando supieron que Cyrano de Bergerac ya andaba por el hotel Golf de Peralada, donde pernoctó tras el estreno antes de regresar a Dios sabe dónde. ¿Su residencia en Saransk, capital de la República rusa de Mordovia? ¿Sus negocios en Azerbaiyán o en Italia? ¿Sus viñedos en Anjou? No es probable que el destino fuera París, a donde, según ha explicado recientemente, ya solo va como visitante y cada vez menos. Love letters, que se estrenó en enero en París y cuya única función española es la que se ha representado en Peralada, supone el regreso del actor a los escenarios tras 10 años de ausencia. Su anterior representación teatral había tenido lugar en 2004 en la capital francesa junto a su amiga, la actriz Fanny Ardant en La bête dans la jungle, de James Lord.
En cierto modo, ‘Love letters’ y ‘Cyrano de Bergerac’ van de lo mismo
Depardieu, quintaesencia del actor intuitivo, explosivo e improvisador, antítesis perfecta del Método y enemigo de las carcasas impuestas por directores, guionistas, regidores y no digamos nada de los jefes de prensa (no quiere oler un periodista en kilómetros a la redonda), es uno más en la saga de grandes intérpretes que han protagonizado Love letters.
Antes que él pusieron voz y gesto a la pieza de Gurney actores como Charlton Heston, Anthony Quinn, Mel Gibson, Jean-Louis Trintignant, Philippe Noiret o Alain Delon. Su papel del rico, autocontrolado y muy serio Andrew Makepeace, triunfador, senador del Partido Republicano y capaz de satisfacer hasta el tuétano las expectativas que su familia y el universo han puesto en él pagando el precio de una incapacidad absoluta para dejarse llevar, es contenido y sobrio, casi cartujo. Depardieu lo ha definido como “un idiota indefendible”.
En fin, lo contrario de una personalidad irremediablemente volcánica como la suya, lo que no deja de tener mérito. Personalidad de fuego que, recuérdese, quedó fraguada en una adolescencia llena de problemas que incluyó el paso por la cárcel tras varios robos. De origen humilde (“Siempre fui pobre, nunca me importó el dinero”, le gusta decir pese a ser un multimillonario del cine) la vida de Gérard Depardieu nunca fue fácil: de joven, carne de reformatorio. De mayor, accidentes de moto y de coche, multas por conducir borracho, rupturas de contrato por el mismo motivo, y sobre todo la losa de la muerte en 2008 de su hijo Guillaume, también actor, y bueno, además de extoxicómano y víctima de un gravísimo accidente de automóvil que le dejó sin una pierna.
Los directores me cansan y ya no hay grandes autores”, dice sobre el teatro
En cuanto a Anouk Aimée, a sus 82 años la esplendorosa actriz de Fellini en La dolce vita y de Lelouch en Un hombre y una mujer sigue adelante con el que es su rol-fetiche. Pasan los actores de Love letters y siempre queda Anouk Aimée. Antes de ella, Lauren Bacall, Sissy Spacek y Sigourney Weaver entraron en la piel de Melissa, artista, millonaria, fracasada, suicida.
En cierto modo, Love letters y Cyrano de Bergerac tratan de lo mismo. Noventa años separan el estreno de la pieza de Edmond Rostand en París (1897) y la de A. R. Gurley en New Haven (1988). Pero pareciera que casi nada ha cambiado. El andamiaje de la frustración ante el amor perdido o imposible crece y crece, y con él la depresión, el lamento y la muerte. En la primera, Gurley retrata las alcantarillas de la moral sexual y social de ciertos wasp de la costa Este de EE UU. En la segunda, Rostand pinta el retrato definitivo del antihéroe romántico, indefectible perdedor frente a las convenciones del poder y la apisonadora del desamor. Pero en ambas vence —y es lo que las une— el destino de los amores imposibles (que diría Italo Calvino), de los amores ridículos (que diría Kundera).
Una mesa, dos jarras, dos vasos de agua, un actor y una actriz bastan aquí para reconstruir el naufragio moral, las victorias y las derrotas. Depardieu y Anouk Aimée no se miran en los 75 minutos que dura la obra. Al final sí. Se dan la mano, se levantan, se besan. Se envían un imaginario correo electrónico de amor. El público aplaude. Telón.
Babelia
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