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Rocío Márquez y Pepe Habichuela rinden tributo al Greco en Toledo

La cantaora pronunció versos que parecían lorquianos por la alegría y por la pena

Juan Cruz
Concierto de Rocio Márquez y Pepe Habichuela en el Claustro de San Pedro Martir, en Toledo.
Concierto de Rocio Márquez y Pepe Habichuela en el Claustro de San Pedro Martir, en Toledo.Álvaro García (EL PAÍS)

Una tarde como la de este último sábado, en Toledo, Federico García Lorca le leyó Bodas de sangre a su amigo Gregorio Marañón, e hizo llorar al médico español más famoso del siglo XX. Lorca debió quedarse igual de conmovido, pues en la fotografía que le hicieron ese día, y que el nieto de Marañón, Gregorio Marañón Bertrán de Lis, conserva en el despacho intacto del abuelo, el poeta tiene el semblante perturbado, como aquejado de una pena que no se dice con lágrimas. Pocos retratos de Lorca tienen esa intensidad emocional, ese ramalazo de pena honda, “pena limpia y siempre sola”, como escribió el poeta. Eso ocurrió en 1932. Cuando Rocío Márquez, cantaora de Huelva, cantó sin micrófono este sábado en Toledo unos versos de El Cabrerillosobre la pena (“las que no se pueden llorar”), parecía estar rindiendo tributo a ese retrato impresionante de Federico García Lorca. Como si lo enmarcara con su voz desnuda.

Pues el flamenco que ella canta, vestida de verde luna, más alta que lo dicen las fotos, agarrando el traje como si se aferrara al aire, tiene que ver con esa combinación de alegría y de pena que hay en los retratos de Lorca, en esa contradicción de tragedia y risa que se le quebró, seguramente, en aquella lejana tarde de Toledo. Rocío Márquez, 28 años, una de las promesas realizadas del cante flamenco, no estaba allí por Lorca, sino por El Greco, al amparo de cuyo centenario se organizó este recital breve e intenso que contó con el patrocinio de la Fundación El Greco que preside el nieto del amigo de Lorca. El reto para la cantante no era sólo cantarle al Greco con versos que parecían lorquianos, por la alegría y por la pena, sino estar a la altura de “la guitarra que canta”, como ella llamó a la guitarra de su compañero en el escenario, el ya legendario José Antonio Carmona, Pepe Habichuela, 70 años, con quien actuaba por primera vez.

El claustro estaba lleno, y ella lo agradeció; el cielo se fue oscureciendo, pero el concierto fue sobre la luz; los fandangos, las seguidillas, los tangos…, en todas las letras había luz, lumbre, metáforas de esa búsqueda lorquiana y flamenca que trata de contar la oscuridad como desde una hondura iluminada por dentro; en el auditorio, gente principal, como se decía antes: Cristina Iglesias, escultora, la pianista Rosa Torres Pardo, Patxi Andión, cantante, José María Peridis, escultor, el médico Arturo Fernández, el empresario Plácido Arango, el propio presidente de la Fundación El Greco… Con el desparpajo que guarda para lo casual, pues cuando canta se concentra como si se metiera en aquella hondura de luces secas, Rocío Márquez explicó cómo se ve cantándole al Greco: “Lo que más me llega es ese punto manierista que tiene, alargar la forma… ¡Pues es lo que hacemos nosotros en el flamenco, alargar la base un poco…! ¡Miren, por ejemplo, en esta seguidilla!”. Ella dijo que se sentía en casa, conmovida; terminó el concierto dedicándole a sus padres aquellas canciones de Huelva, su tierra, entre las que estaba la emocionante invocación a la pena que escribió El Cabrerillo y que tanto evoca aquella cara de Lorca en la foto que conservó don Gregorio Marañón…

Era “un sueño” para ella cantar al lado de Habichuela; el maestro cree, lo dijo en el escenario, que “contrasta ver a esta muchacha joven, pero vieja en el cante, con este hombre mayor, pero es un contraste bonito… Encantado de estar en su camino, tiene buen gusto, llegará lejos”. Ella dijo: “¿Ven? Ahora me hace llorar y no puedo cantar”. Cantó, siguió cantando; le gritaron piropos, ella se alzó de su propia silla de tijera, dejó de agarrarse el vestido como quien se guarda de un temporal aferrándose a la vela y entonces fue cuando soltó aquella impresionante cascada de sonidos sobre la pena que había escrito El Cabrerillo. Atrás habían quedado las canciones de fiesta, las alegrías de Huelva o de Sevilla, y atrás había quedado, además, la luna impresionante de la noche; lo que quedó en ese instante, de la voz y de la guitarra que canta fue ese latido de pena honda y limpia, y extraña, que también se ve en la foto quieta de Lorca aquella ya muy vieja tarde de Toledo.

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