Patrick Leigh Fermor culmina su mítica aventura
‘El último tramo’ redondea la trilogía viajera del autor británico, una obra maestra del género
Las cigüeñas vuelven a levantar el vuelo sobre un mundo desaparecido. Después de 80 años y cuando lleva ya –ay- tres muerto, Patrick Leigh Fermor ha concluido su gran viaje. Acaba de aparecer El último tramo (RBA), la traducción al castellano del esperadísimo libro póstumo que narra la parte final del periplo que el escritor y héroe de guerra británico realizó a pie en 1933, cuando era solo un adolescente de 18 años, por Europa, desde Holanda a Constantinopla (que es como denominaba a Estambul). Con los recuerdos de aquel maravilloso itinerario iniciático por una Europa a punto de desaparecer, llena de gente pintoresca y de paisajes deslumbrantes, Leigh Fermor, universalmente llamado Paddy –y Mihali por la guerrilla cretense junto a la que luchó contra los nazis-, escribió dos libros inolvidables, verdaderas obras maestras de la literatura de viajes, El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, publicados respectivamente en 1977 y 1986 (y editados en un solo volumen por RBA en 2011). El tercer libro, que debía cerrar la aventura, se fue demorando años y años hasta convertirse en una auténtica leyenda. Los rumores sobre ese último, ya mítico volumen y el estado de su escritura eran la comidilla de los numerosos y fervientes lectores de Patrick Leigh Fermor, que finalmente falleció en 2011, a los 96 años, sin haberlo dado a la imprenta, en uno de los más sonados casos de bloqueo literario. Paralelamente y en estupenda sincronía, aparece también ahora en castellano Mal encuentro a la luz de la luna (Acantilado), el libro canónico sobre la gran experiencia militar de Leigh Fermor. Se trata del relato que escribió en 1950 su camarada William Stanley Moss del audaz secuestro que llevaron a cabo los dos en 1943 del general Kreipe, jefe de las tropas alemanas de ocupación en Creta, una de las más impactantes acciones de operaciones especiales de la II Guerra Mundial. En muchos sentidos, esa aventura bélica del Paddy byroniano hunde sus raíces en la caminata que concluye en El último tramo.
Parecía que con el “continuará” que cierra Entre los bosques y el agua nos habíamos quedado en el camino para siempre, que nunca seguiríamos adelante, no llegaríamos a Constantinopla y ese hermoso viaje –su plasmación literaria- no acabaría jamás. Diríase que nuestra esperanza de seguir leyendo esa prosa inigualable llena de peripecias vitales y anécdotas históricas quedaba enterrada con Paddy en la pequeña iglesia normanda de Sant Peter en Dumbleton entre el eco del gaitero y el trompeta de los Irish Guards que le dieron el último adiós y aquellos versos del mirolay griego que entonaban los hombres de Limeni por un aviador inglés caído y que el propio Leigh Fermor recogió en su libro Mani (Acantilado, 2010), como prediciendo su propio epitafio: “Le unieron las manos y cerraron sus ojos/ y ahora todo el entero mundo llora;/ llora por su juventud bañada por el rocío/ que era tan clara como las frescas aguas de mayo”.
Pero dos personas estrechamente vinculadas al autor y al mismo tiempo sus albaceas, su amiga y biógrafa Artemis Cooper (la esposa de Antony Beevor) y el amigo y también famoso escritor de viajes Colin Thubron, repasando los papeles de Paddy, llegaron a la conclusión de que el tercer libro, o al menos una parte suficientemente significativa de él, existía y estaba en el material dejado póstumamente. Concretamente en un manuscrito escrito antes de las dos otras partes anteriores del viaje y que sin embargo contaba la etapa final de la Gran Caminata. Ese manuscrito, escrito a mano, y que Leigh Fermor guardaba medio escondido, se titulaba A Youthful Journey, Un viaje de juventud, y fue el texto que retomó Paddy como cañamazo para tratar de acabar la trilogía y en el que trabajaba lenta y penosamente –y hasta cierto punto infructuosamente- cuando murió.
Con enormes conocimiento, paciencia y cariño, Cooper y Thubron desovillaron la endiablada escritura de Leigh Fermor, cotejaron cuadernos, notas, diarios y otros manuscritos, para ofrecernos un verdadero tesoro: The Broken Road, el tercer volumen –o algo lo más parecido posible-, tan deseado y soñado. El libro, con un prólogo de los propios Cooper y Thubron explicando con toda claridad el proceso de confección, su complejidad y sus limitaciones, apareció el año pasado en su versión inglesa (John Murray) con bellísima portada de John Craxton, el mismo ilustrador de la edición original de los otros dos volúmenes. Y lo hace ahora en castellano, con el título (que en realidad es de Cooper y Thubron) convertido discutiblemente en El último tramo, menos evocador y que define menos su contendido y su alcance.
El libro, que recorre Rumanía, Bulgaria y Grecia (tras pasar los anteriores por Alemania, Austria, Checoslovaquia y Hungría, en un trayecto aleatorio y para nada rectilíneo), no es, recalquémoslo, una obra acabada. Quien espere encontrar al final al joven Paddy entrando en Constantinopla recitando Sailing to Byzantium de Yeats y describiendo la ciudad como hemos imaginado siempre que lo haría –como lo hacía todo, con sumo entusiasmo y asombrosa erudición- se decepcionara. A Youthful Journey, acaba en realidad antes, abruptamente, en las costas del Mar Negro, en medio de una frase. La llegada y la estancia en la capital turca, que debía ser el cénit y la culminación del viaje, están descritas luego muy sumariamente (alfombras, minaretes, gatos y yataganes), con unas pocas y escuetas notas que han tomado Cooper y Thubron del denominado Diario Verde, el único diario de viaje de aquel trayecto que conservó Leigh Fermor –perdió los demás- y solo porque se lo guardó durante 25 años su primer gran amor, la princesa Balasha Cantacuzeno, con la que pasó una feliz temporada en Rumanía. Esto no solamente revela el carácter inacabado y fragmentario de The Broken Road-El último tramo, sino quizá también las dudas sobre su futuro que acosaban al joven viajero, la depresión al acabar el recorrido, cierta decepción con Estambul y seguramente el cambio radical que experimentó luego Leigh Fermor con respecto a su viaje y su obra: aquel trayecto concebido inicialmente como con un principio y un final claros en realidad se convirtió en una etapa en la existencia del autor, un puente hacia la que sería la gran pasión de su vida (aparte de la vida misma): Grecia.
Efectivamente, en The Broken Road-El último tramo pasamos al final de puntillas por Constantinopla con esos apuntes de su diario para continuar inesperadamente viaje con Paddy hacia Grecia y los monasterios del monte Athos, la descripción de cuya visita constituye, significativamente, el último capítulo del libro. Todo esto convierte el nuevo volumen en algo muy especial con respecto a los otros dos. Podría decirse que en esta obra inacabada, recosida con diferentes materiales, recompuesta por dos personas que conocían y estimaban tanto al autor, vamos más allá de la mirada de Patrick Leigh Fermor para adentrarnos profundamente en la intimidad secreta de su creación. Eso no quiere decir que el interés de The Broken Road-El último tramo sea filológico. El libro, más intimista, autorreferencial (dedica páginas a hablar de sus padres) y melancólico que los anteriores, con un tono a veces pesimista, está en sus mejores pasajes absolutamente a la altura literaria y emotiva de los otros dos y se lee con la misma sensación de privilegiada comunión con un espíritu, el del autor, capaz de admirar y describir la belleza y la fascinación del mundo que se abre a su paso. “Había tanto de lo que maravillarse”, escribe.
Volvemos al camino con el joven Paddy en Orsova, en las Puertas de Hierro del Danubio, en Rumanía. Y la vieja alquimia funciona de nuevo: la magia del viaje y las dos miradas que se superponen, la del joven inocente que la vive y la del hombre maduro que es el que en realidad la cuenta mucho después, recordando aquellos días con extraordinaria sensibilidad y con el poso de la experiencia acumulada. Al poco de empezar llegamos a Sofía, donde Paddy, se aloja en casa del cónsul británico sorprendiéndolo con su ropa gastada, su cinturón escarlata transilvano, su daga y su kalpack, el gorro cosaco (ah, ese gusto por el disfraz que tanto le servirá en Creta como agente de operaciones especiales durante la guerra). El camino del viajero, la usual cadena de amistades (incluidas las jovencitas -y no tanto- bien dispuestas ante el romántico y fiestero caminante), está jalonado de encuentros afortunados, aunque esta vez también abundan los malos, y las despedidas son más tristes, hay algo pesaroso en el ambiente, que a veces encuentra definición (“el blues moldovaco”) y otras es simplemente una atmósfera. “Sentí ataques repentinos, fugaces, de nostalgia del hogar a los que me había creído inmune”. Se describe a sí mismo como un personaje disparatado y llega a reconocer, en uno de esos momentos bajos, que probablemente ha sido un incordio para innumerables personas a lo largo y ancho de Europa central.
Pero todo eso no enfría el entusiasmo de Leigh Fermor por los pechenegos, las lenguas, la Guardia real búlgara desfilando al paso de la oca por el bulevar Zar Ozvoboditel, los gitanos con un oso, los monasterios, las guerras balcánicas, el recuerdo del épico Alexander Stambouliski despedazado por los yataganes turcos en la calle mayor de la capital búlgara, las golondrinas que vuelan rasantes junto a su cabeza con el sonido de las tijeras de un barbero… En un momento mágico ve pasar el Oriente Express; en otro una enorme bandada de millares de cigüeñas, el ave totémica del viajero y el icono de su aventura. Mirando al cielo una noche, describe la constelación de Orión “brillando como un rombo al bies de cristales de hielo”.
Es difícil seleccionar un episodio de las maravillosas y barrocas páginas de The Broken Road-El último tramo. En Bucarest, el chico recala en un burdel sin darse cuenta y acaba adoptado por madame Tania –a la que rinde citando a Pushkin- y sus pupilas. En la misma ciudad conoce a los Muscali, una secta de hombres que se castran a sí mismos y que trabajan como cocheros y admira a un grupo de lanceros con cascos empenachados, corazas y lanzas con gallardetes. En Varna, en un entierro, ve un cadáver por primera vez en su vida, y al borde del Mar Negro, pensando en Ovidio, escribe: “Un espíritu salvaje y fabuloso flotaba por encima de las olas, como si esta costa fuese todavía el fin del mundo, el siniestro límite de la realidad más allá del cual comenzaba una nebulosa de leyendas, rumores y conjeturas”. Conoce a los saraktsani, los legendarios nómadas de los Balcanes. Una noche que se ha perdido en su solitaria caminata y se siente derrotado y exhausto arriba a una cueva en la que se refugian pastores búlgaros y pescadores griegos. Comparte con ellos dos botellas de raki y asiste a un espectáculo de danzas y cantos ancestrales que le fascina y que anuncia las veladas similares que luego vivirá en Creta. En los griegos descubre para su sorpresa que veneran a lord Byron, cuyos pasos él va a seguir…
El manuscrito acaba en las costas del Mar Negro de forma abrupta
Paddy ha muerto, los libros se han acabado, incluso el que no pudo finalizar, y es difícil no sentir una gran tristeza tras recorrer este último tramo. Ahora sí ya no queda más Patrick Leigh Fermor. Pero nada nos impide volver a abrir los viejos y queridos libros y empezar a viajar de nuevo. Sabiendo que en realidad nunca se llega a Constantinopla, ni aunque pasemos de largo.
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