Cita en el mar con Fidel
En 'JFK: caso abierto' Philip Shenon ha realizado una labor titánica: la crónica del trabajo de la Comisión Warren sobre el asesinato de Kennedy
¡Ssssh! Sepan que los años sesenta comenzaron realmente el 22 de noviembre de 1963. La muerte de John F. Kennedy hizo trizas nuestro concepto de lo posible. Aprenderíamos que un político fotogénico podía ser tibio en la defensa de los derechos de las minorías, un prisionero de automatismos de la Guerra Fría, un aliado de mafiosos.
Hasta el mundo musical quedó dividido. Jim McGuinn, de The Byrds, reescribió la tradicional “He was a friend of mine” como un lamento por Kennedy; en 1967, el grupo se quebraba cuando David Crosby proclamó en directo que el magnicidio era una conspiración gubernamental, algo que McGuinn no podía admitir.
El asesinato y su legado son obsesiones generacionales. Te empujan a devorar las 750 páginas de JFK: caso abierto (Debate), a pesar de la defectuosa traducción. Y ese subtítulo “La historia secreta del asesinato de Kennedy”, que no responde al contenido. Philip Shenon ha realizado una labor titánica: la crónica del trabajo de la Comisión Warren. Entre miembros, asistentes y personal de apoyo, sumaban tres docenas de personas. Dado que investigaron o tomaron declaración a centenares de testigos, el libro tiene un reparto más grande que La Biblia, versión John Huston.
Ya se han contado aquí los principales descubrimientos de JFK: caso abierto. La intangibilidad de los Kennedy: no fueron interrogados ni la Primera Dama ni el impresentable Bobby. En aquel Washington, nadie sospechaba de las instituciones: Ben Bradlee, luego héroe del Watergate, sorprendió a un agente de la CIA en la casa de una amante del presidente, misteriosamente eliminada, buscando el diario de la difunta; aún más extraordinario, Bradlee terminó entregando el documento al espía.
JFK: caso abierto presenta a Fidel Castro como habitual de los clubes de jazz de Harlem en 1948.
Con impunidad, CIA y FBI ponían palos en las ruedas de la Comisión, en principio para diluir sus responsabilidades: ambas agencias habían detectado a Lee Harvey Oswald pero no profundizaron. Shenon cae fascinado por el famoso viaje de Oswald a México DF, donde se supone que proclamó su intención de matar a Kennedy.
Sospecho que el autor no puede entender el mundo político-intelectual del DF en 1963. En la base, una denuncia de Elena Garro, esposa de Octavio Paz, contra una roja y una libertina, Silvia Durán, empleada de la embajada cubana. Si en Washington hubieran sabido que Garro y Paz visitaron Valencia en 1937, para el Congreso de Intelectuales Antifascistas, todo hubiera sido desechado: la Comisión Warren se negó a convocar a comunistas o compañeros de viaje.
Atención: Shenon repite una historia portentosa. El abogado William Coleman, único investigador negro de la Comisión, se acerca a 30 kilómetros de la costa de Cuba. Allí le espera el yate de Fidel Castro, ansioso por dejar claro que la Revolución nada tuvo que ver con lo de Dallas. Coleman, que luego sería Secretario de Transporte con Gerald Ford (el más sibilino integrante de la Comisión), anteriormente admitió y negó esa reunión, aquí descrita en términos nebulosos. Más abracadabrante: Coleman asegura haber conocido a Castro en 1948, durante su viaje de bodas por Estados Unidos. Aparentemente, Fidel visitaba los after hours de Harlem.
¿Castro como amante del jazz? Esto es grande, asere. En la última novela de J. J. Armas Marcelo, Réquiem habanero por Fidel, un personaje le niega cubanidad: “el hombre ese no sabe tocar una guitarra, ni sabe lo que son los metales, no baila, no bebe ron […] Es un español, ¡carajo!, que ha hecho de Cuba un cuartel”.
También aparece en JFK: caso abierto otro macho alfa con aspiraciones cuarteleras: Jim Garrison, fiscal de Nueva Orleáns, luego dignificado por Oliver Stone. Shenon le caricaturiza como una verdadera factoría de conspiraciones: entre otras, atribuía el asesinato a una cábala de “maricas”. Me quedo con la descripción que hizo Dr. John, que sufrió sus campañas de limpieza moral: “Garrison hizo más daño a la música de Nueva Orleáns que el Katrina”.
¿Saben? Existe la justicia poética: en las siguientes elecciones, Garrison perdió ante Harry Connick, Sr. Exacto: el padre del cantante y pianista Harry Connick, Jr.
Babelia
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