“Yo sólo hablo con el fuego”
El cocinero Bittor Arginzoniz ha cimentado fama mundial como el mago de la parrilla desde su caserío vizcaíno Etxebarri
¿Qué se cuece en el asador Etxebarri, ubicado en la localidad vizcaína de Axpe, en un valle (Atxondo) plagado de caseríos, para que salga en The New York Times y en una serie televisiva de Gwyneth Paltrow, para que lo recomienden como el paraíso de lo rústico en la lista Restaurant y el chef mediático Anthony Bourdain quiera morir allí de gusto?
Es la magia en la parrilla de un autodenominado “primitivo con los pies en el suelo”, Bittor Arginzoniz. Un autodidacta de 54 años que desde hace casi 25 dedica su vida a “extraer el perfume de las brasas” y —como dice el chef Andoni Luis Aduriz— “acariciar con el fuego los ingredientes, cuya anatomía conoce a la perfección”. Sus manos, sus ojos, su mente, están volcados en el poder de las brasas. El resultado: producto en estado puro. Tan solo con pizcas de sal y unas gotas de aceite de oliva, que esparce con unos pulverizadores sobre el alimento.
“La brasa, aunque sea primitiva, es una técnica sofisticada. Es un hilo conductor, puedes preparar ahí todo lo que quieras”, afirma este hombre que se propuso “actualizar el mundo de la parrilla, que estaba un poco desfasada”. “Cuando empecé hacía lo que se conocía en asadores tradicionales: besugo, cogote, chuleta y poco más. Fui abriendo camino bajo mis criterios, intentando demostrar que a la brasa se puede hacer alta cocina”. Así que él echó al fuego angulas, percebes, almejas, ostras, caviar…. Brasear angulas fue un tema de cabezonería frente a un gastrónomo que le dijo “imposible”. “A raíz de eso inventé una sartén que vale para saltear cualquier producto pequeño, como pulpitos o guisantes”.
“Al principio me tachaban de loco, pero bienvenida sea la locura. Independientemente de que guste o no, sigo haciendo lo que yo quiero”, dice Arginzoniz. Practica “una cocina de caserío evolucionada”, según su amigo Juan Mari Arzak, quien ha llevado a Etxebarri a colegas como Ferran Adrià o Paul Bocuse. Éste se encaprichó de una de las peculiares sartenes de Arginzoniz, con malla metálica, como de colador, para posar los ingredientes más delicados sobre el fuego. El parrillero ha adaptado besugueras e inventado artilugios casi para cada alimento (como una cacerola perforada para mejillones). Ahora posa en titanio (“para que no se peguen”) los rebozados y frituras: una croqueta cuadrada, cremosa y de leve tueste; cocochas de merluza, buñuelos de postre… “Me han dicho que ya hay gente en EE UU comercializando sartenes como las mías, pero no me importa que copien mis utensilios, al que no pueden copiar es a mí", dice este hombre que no ha patentado nada ni publicita sus hallazgos en las redes sociales. “¿Pa qué?”.
Lo que Arginzoniz controla es el idioma del fuego: “Intento comunicarme con él, como no me gusta hablar con nadie más, sólo hablo con el fuego. Y nos comunicamos bien”. Maneja un vocabulario delicado, asuntos de alta sensibilidad, como el aroma y el perfume. Olvidemos el acento de la leña. “No me gusta la onda del sabor a humo. Enmascara las propiedades gustativas de los productos y eso no me interesa. Busco el perfume de las brasas como un elemento más del plato, como un ingrediente. Ese perfume potencia el sabor del producto”. Y a cada uno su brasa: madera de encina (“de aroma suave, natural y limpio”), para verduras, pescados y marisco, o sarmientos de cepas riojanas para carnes. Su pequeña cocina, ardiente como el cuarto de máquinas de un submarino, está enmarcada por hornos y un frontal de parrillas de acero inoxidable y titanio, con poleas para acercar o alejar los alimentos de las brasas. En medio, la zona de emplatado y la máquina de cortar las enormes chuletas (que luego llegan al plato convertidas en una caliente crudeza aterciopelada). De su parrilla sale la finura de lo salvaje domesticado.
El primer bocado en Etxebarri te introduce de golpe en la esencia animal: mantequilla de cabra espolvoreada con ceniza de sal. El último, de postre, es un helado de leche de vaca reducida al fuego. Entre medias, un festín delicado y salvaje, donde palpitan el mar, la montaña, la huerta, el ganado… el territorio, en suma. Frescura que sale de los caseríos cercanos (junto al monte Amboto) y del suyo, de su huerta, de sus pastos —donde pastan las búfalas italianas con las que hace “mozzarella vasca”—, y con el agua de su manantial elabora una cerveza, La Tortura.
“No queremos que nada pase por el frigorífico, todo lo recogemos al día”, o llega de otras tierras vivo (como el marisco que guarda en un tanque en el cuarto frío), cuenta su mujer, Marta Patricia, jefa de una sala regida por mujeres, anfitrionas sonrientes de una clientela al 80% extranjera, sobre todo estadounidenses y japoneses. Para ellos instauró el cocinero vasco el menú degustación. “Aquí prefieren dos o tres platos de carta”. En el restaurante, con una estrella Michelin, solo hay comidas, dada la largura del servicio (unas tres horas). Y se cocina y se sirve al momento. Además, el contenido de las parrillas se dosifica con mimo, no hay cúmulo de cosas para ir más rápido.
En faena, Arginzoniz es como un monje. Silencioso, ensimismado y a la vez en alerta. “Cuando estoy cocinando no me gusta que me molesten. Estoy al servicio del cliente, para atenderle lo mejor posible y transmitir a la mesa el mismo placer que yo siento a la hora de cocinar. Y para eso tienes que estar con los cinco sentidos. Hay un despiste de segundos y te puede echar al traste un buen plato, y es una pena”.
Babelia
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