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Crítica | 'Todos están muertos'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Después del arrebato

Todos están muertos no es una película redonda, pero sí una opera prima arriesgada y cargada de identidad

Elena Anaya en 'Todos están muertos', ópera prima de Beatriz Sanchís.
Elena Anaya en 'Todos están muertos', ópera prima de Beatriz Sanchís.

EEn un artículo publicado en enero de 2011 en Sight & Sound, Paul Julian Smith se preguntaba qué hubiera pasado si el modelo dominante en el cine español del posfranquismo no hubiese sido la obra de Pedro Almodóvar, sino la del más enigmático y esquivo Iván Zulueta. Todos están muertos, primer largometraje de Beatriz Sanchís, no responde de manera satisfactoria —ni lo pretende— a esa pregunta, pero sí propone una estimulante lectura de la memoria de la movida donde los autores de Arrebato y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (ambas de 1980) funcionan como lejanos referentes conceptuales y estéticos en una temeraria desarticulación indiede la intensidad del melodrama.

Todos están muertos es, al mismo tiempo, una historia de iniciación (y autoafirmación) y la crónica de una resurrección (en forma de tránsito de la reclusión agorafóbica a la responsabilidad maternal). Por un lado, la autoafirmación del joven castor Pancho (Christian Bernal), hijo adolescente, en plena lidia con su identidad sexual, de una fugaz estrella pop de los ochenta. Por otro, el pulso de Lupe (Elena Anaya), la artista recluida en su propio Neverland doméstico, con los fantasmas de su pasado. Fantasmas que no sólo son metafóricos: en una de las decisiones más atrevidas de la propuesta, el difunto hermano de la protagonista (Nahuel Pérez Biscayart) se encarnará para saldar cuentas pendientes convirtiendo, de paso, a la película en un extraño híbrido donde, a la interacción de comedia y drama, se incorpora la elegante —aunque no siempre bien controlada— infiltración de lo fantástico.

Nadie podrá acusar a Beatriz Sanchís de jugar sobre seguro: el cóctel de registros que maneja roza la imprudencia y el conjunto no le ha salido equilibrado. Todos están muertos oscila entre la fuerza melancólica de esas insistentes imágenes de Elena Anaya mirando, a través de empeñadas ventanas, a un exterior bañado en luz inclemente y el manejo más rutinario y mecánico de la historia del hijo que, a veces, más que cuerpo orgánico de la película parece funcional subtrama.

No obstante, en el conjunto destacan dos escenas especialmente afortunadas: el inesperado playback a dos voces —una de ellas incorpórea— que propicia la audición mitómana de un viejo single en el curso de una tensa cena familiar y esa conversación en el coche, entre la matriarca y su hijo fantasma, que incluye la revelación más potencialmente melodramática del conjunto, pero que se transforma en otra cosa a través de un rotundo control del tono. Todos están muertos, con su zumbona habilidad para integrar en su universo imaginario resonancias de algunos mitos trágicos de la movida, no es una película redonda, pero sí una ópera prima arriesgada y cargada de identidad.

TODOS ESTÁN  MUERTOS

Dirección: Beatriz Sanchís.

Intérpretes: Elena Anaya, Christian Bernal, Nahuel Pérez Biscayart, Macarena García, Angélica Aragón, Patrick Criado, Luis M. Cordero, Patricia Reyes Spíndola.

Género: drama. España-Alemania-México, 2014.

Duración: 93 minutos.

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