Sangre en la trinchera, arte en el museo
El Louvre de Lens recorre en 500 obras la historia del antimilitarismo en los dos últimos siglos
Durante siglos, la guerra fue considerada un capítulo necesario e ineludible en la historia de las naciones. Pero, en un momento preciso a principios del siglo XIX, apareció un desencanto respecto al belicismo imperante que nunca se esfumaría del todo. De ese incipiente sentimiento parte la exposición Los desastres de la guerra (1800-2014), que ayer abrió sus puertas en el Louvre de Lens, sucursal que el museo parisino inauguró hace año y medio en el deprimido paisaje minero del norte francés, arrasado hace un siglo por la Gran Guerra. A través de cerca de 500 obras, firmadas por Goya, Picasso, Dix, Grosz, Moore, Capa o Richter, la exposición indaga en la aparición de la sensibilidad antimilitarista en el arte y, por extensión, en el clima cultural.
Esta panorámica sobre la representación artística del conflicto bélico arranca con el célebre retrato ecuestre de Napoleón que firmó Jacques-Louis David, donde el cónsul aparece erguido sobre un caballo blanco, con el índice apuntando hacia delante, listo para emprender la campaña transalpina. El retrato no solo resulta fantasioso –en realidad, Napoleón habría cruzado el desfiladero subido a una mula–, sino que sienta las bases a la representación clásica de cualquier líder en la propaganda política. El resto de obras incluidas en la muestra se oponen diametralmente a la de David. No encontraremos ni frescos soviéticos, ni arte hitleriano, ni devotos retratos a líderes norcoreanos. Un par de salas más allá, Paul Delaroche exhibe su propio retrato napoleónico, pintado a pocos días de su abdicación y en el ocaso de su imperio, convertido en un líder abatido, entrado en carnes y de mirada siniestra. Entre ambos retratos solo habían transcurrido 40 años, pero la percepción de la guerra había cambiado para siempre.
“Existe un antes y un después de Napoleón. Antes, la guerra siempre se había representado de manera heroica. Después de las revoluciones dieciochescas, emerge el concepto de individualidad. El valor del individuo cambia y el soldado deja de formar parte de una masa anónima”, sostiene la comisaria, Laurence Bertrand Dorléac, historiadora especialista en el conflicto armado y que ya orquestó la muestra L’art en guerre, sobre la actuación de los artistas franceses durante la invasión nazi, que pudo verse en París y en el Guggenheim de Bilbao.
Su nueva exposición apunta a dos responsables de este radical cambio de paradigma. En Coracero herido (1814), Géricault fue el primero en pintar a un soldado magullado y aislado del resto del grupo. Goya fue todavía más allá con Los desastres de la guerra, su catálogo de horrores en 82 aguafuertes, repletos de hombres decapitados, ahorcados o enloquecidos, y pintados en plena invasión napoleónica de la Península. Con ellos, evidenciaba el sentimiento de regresión histórica que implicaba todo conflicto, lo que en 1810 era cualquier cosa menos corriente. La exposición, que toma prestado el título de la obra, parte del mismo principio: establecer una serie de macabras viñetas –en doce episodios históricos, de Waterloo a Abu Ghraib– que nos ayuden a entender por qué hoy seguimos prefiriendo la paz a la guerra.
El itinerario abarca desde lúgubres panorámicas nocturnas de Gustave Doré durante la batalla de Sebastopol –en plena Guerra de Crimea, cuando se inventó la telegrafía y la ayuda humanitaria– hasta tropas envueltas en una niebla de explosivos, como Lejeune pintó en Somosierra. También se detiene en las oscuras litografías de Manet sobre las víctimas en las barricadas de la Comuna de París y los torturados, explosivos y caricaturescos cuadros de Grosz, Dix y Beckmann, además de los perturbadores estudios sobre mujeres, niños y otras víctimas colaterales del conflicto en la obra de Käthe Kollwitz. Más tarde, artistas como Martha Rosler y Jenny Holzer tomaron el relevo, demostrando que otra guerra tenía lugar en la retaguardia, a través de irónicos collages sobre la intrusión del belicismo en el frente doméstico, o bien de estudios fotográficos sobre las violaciones en serie practicadas en la Guerra de los Balcanes. La muestra incluye numerosos ejemplos sobre la relación entre fotografía y el conflicto bélico, empezando por las imágenes tomadas por Couppier en la campaña italiana de 1859 –las primeras que mostraron un muerto en el encuadre–, un par de años antes de que otros pioneros, como Gardner o Brady, originaran el escándalo en Nueva York con sus fotos de cadáveres capturadas durante la Guerra de Secesión.
Para Dorléac, la guerra es un concepto proustiano. “Todas son distintas y, a la vez, todas contienen las mismas matrices”, asegura. Su exposición incluye imágenes, motivos y discursos de décadas distintas, pero que se acaban superponiendo inevitablemente en nuestro imaginario. A veces, incluso dentro de la misma obra, como en las reinterpretaciones del Tres de mayo de Goya a cargo de Yan Pei-Ming o Robert Morris, en las que parecen resonar otros episodios sanguinarios, como Auschwitz o Tian’anmen. “Para los artistas, el impulso para enfrentarse a la guerra siempre es la conmoción y la herida que supone haberla presenciado. La guerra es algo traumatizante e irresoluble que les persigue hasta el final de sus días, como les sucedió a Aragon o Camus. Todo conflicto genera imágenes que traumatizan a sociedades enteras”, apunta la comisaria. A la vez, cada guerra es distinta, porque ha venido acompañada de una pequeña revolución visual. Durante la Guerra Civil se propagó el fotoperiodismo: ahí están Robert Capa y Agustí Centelles para demostrarlo, junto a un par de esbozos para el Guernica y una máscara de Juli González que lanza un silencioso grito en medio de la sala dedicada a la guerre d’Espagne.
Se anticiparon al dilatado militantismo artístico de los años cuarenta, representado por los dibujos que el gobierno británico encargó a Henry Moore, que retrató a ciudadanos cobijados en el metro durante el blitz londinense. El profético fotoensayo sobre Hitler a cargo de Erwin Blumenfeld y los bustos de víctimas de Hiroshima capturados por Christer Strömholm completan este surtido muestrario, junto al perturbador autorretrato que pintó Nussbaum al lado de su sobrina. El pintor falleció pocos meses más tarde en Auschwitz. Desde los cincuenta, pese a la amenaza de la extinción biológica que impuso la bomba atómica, la guerra se ha encadenado década tras década, de Indochina y Argelia a Afganistán y Siria. Cientos de artistas han seguido documentándolas lejos de la contienda y sirviéndose de otro tipo de artefactos.
Sophie Ristelhueber visitó el sur de Irak a principios de los noventa. Descubrió un paisaje devastado por la guerra, lleno de cavidades informes y otras huellas de destrucción pendientes de cicatrizar. Se pasó una década entera obsesionada con esa tierra baldía, antes de decidir volver al lugar, unos meses antes del 11 de septiembre de 2001, para fotografiar su llamado tríptico iraquí: tres paisajes desérticos, pero en los que no cuesta imaginar detonaciones y bombardeos. “Cuando el responsable de la guerra está ausente, logramos verlo todavía más”, afirmaba ayer desde los pasillos de la exposición. “Mi trabajo no es militante, porque sé que no lograré detener la guerra”, lamentaba. Aún así, no puede evitar que esas palmeras decapitadas –“símbolo de tantos ejércitos sometidos”, dice– la sigan torturando otra década más tarde.
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