La belleza del infierno
Muere H. R. Giger, artista total del fantástico que marcó un antes y un después en la historia del cine con su Alien
No necesitaba plantillas. Aerógrafo en mano, Giger solo precisaba de un espacio en blanco para que el infierno, un infierno bello, amalgama de erotismo y producción en masa, surgiera en todos sus matices. Pero las visiones biomecánicas de un futuro erótico y perverso han llegado a su fin. Hans Ruedi Giger (Chur, 1940) ha fallecido este lunes ayer en su hogar a los 74 años. Se lo llevó un hecho banal, una mala caída en las escaleras que ha apagado su genio.
A Giger se le recuerda por haber creado la criatura que despertó el horror en las salas al filo de los 80: el Alien de Ridley Scott, amén de esa nave bumerán en la que se adentra la tripulación del Nostromo, el jinete galáctico con un profético agujero en el tórax y de los huevos que albergaban el parásito, chestbuster (revienta-pechos), que provocaba el temible embarazo. Pero esa creación, que le valió al suizo el Oscar a los Mejores efectos visuales en 1979, nacía de una visión que había tenido en una de sus mayores obras, la adaptación visual del Necronomicón de H. P. Lovecraft, ese libro ficticio escrito por el loco Abdul Alhazred.
En el Necronomicón, Giger había ilustrado a su futuro Alien con unas gafas, que Ridley Scott decidió luego quitar, pero su cabeza, un pene erecto que se extiende hacia atrás y su cuerpo humanoide ya estaban allí. Una más de las múltiples visiones de lo biomecánico, un concepto acuñado por el artista y en el que buscaba reflejar su principal obsesión: la fusión, la mayoría de las veces genital, de lo orgánico y lo artificial.
El documental 'HR Giger Revealed' que repasa la carrera del artista y su proceso creativo.
Una obsesión que tiene sus orígenes en la infancia, en las dos cosas que más disfrutaba el joven de Chur, como desvela el creador en el libro www HR Giger com (Taschen, 1996). Las armas: “A partir de la pubertad empecé a coleccionar armas como loco, aunque me limitaba a los revólveres. El “Gölischmid”, un hombre mayor al que se tenía por loco y que siempre tenía algo que llevar a la farmacia, me enseñó a reparar armas manuales de fuego. Así es como aprendí a soldar y templar los resortes”. Y el sexo: “Para deshacerme de la continua excitación, me masturbaba durante las clases en el instituto. Normalmente me sentaba detrás a la izquierda con la esperanza de que nadie se diera cuenta de mi trajín. Por lo menos, nadie se dio cuenta, aunque una chica que se sentaba al final a la derecha posiblemente pudiera verme”.
Con esas dos guías, articuló una obra centrada siempre en las mismas obsesiones, a veces recreando una obra idéntica en escultura e ilustración y sin que faltara el sentido del humor. En una de las versiones de La máquina de parir (Tinta sobre transcorp sobre papel sobre madera, 1967), se advierten las entrañas de una pistola, y los proyectiles que ascienden por el cargador son pequeños bebés armados con un fusil. O en ese brillante ciclo de dibujos a tinta, Una comilona para el psiquiatra (1966), en los que Giger aplicó el método freudiano para plantear, por ejemplo, un grupo de burgueses cuya cabeza podía ser una copa o una vagina, mostrando la naturaleza de sus deseos: “Fue el resultado de dos meses en los que tomaba notas de mis sueños y después, siguiendo la teoría de Sigmund Freud, trataba de analizarlos. Con todo esto descubrí que las horas antes de acostarse son decisivas para los sueños. ¡Así es que traté de influir en ellos a través de determinadas acciones antes de dormirme! Me alegraba de que mi trabajo corroborara el libro de los sueños de Freud”.
Desde los años 90, su trabajo con el aerógrafo —contenido en libros como ARh+ (Taschen, 1991), los HR Giger’s Necronomicon I (Big O Publishing, 1977) y HR Giger’s Necronomicon II (Edition C, 1985) o el ya mencionado www HR Giger com— había cedido lugar a la escultura. Su reinterpretación de los signos zodiacales con sus biomecanoides, “organismos sin cabeza, reducidos sencillamente a un brazo y una pierna” que se “sensores, se entienden entre sí por medio de corrientes de pensamientos” y sus bares Giger, de los que aún quedan activos dos en su Suiza natal, después de que el de Japón acabara con el artista decepcionado porque no se siguieron puntualmente sus instrucciones. En ellos se puede disfrutar con una de las pocas espinitas creativas que no se pudo quitar el suizo: llevar su visión de Dune a la gran pantalla, que a punto estuvo de cuajar con directores como Jodorowsky o Ridley Scott. La silla Harkonen en la que uno puede retreparse y pedir un cóctel es epítome de su artista: vértebras, formas sinuosas y cráneos humanos. Pesadillas nacidas de su devoción al sexo y a los muchos huesos que “guardaba” en casa.
Babelia
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