Jean Echenoz, esa adicción a perpetuidad
La prosa del escritor de '14' y 'Correr' rebosa estilo, es elegante y precisa, aromática y sugerente
La gente que no podría ni querría imaginar lo que hubiera sido su vida si no hubiera estado acompañada por los libros desde esa infancia en la que aprendieron a leer, a la que identificamos y definimos frecuentemente con la admirada exageración e incontestable imposibilidad de “alguien que lo ha leído todo”, puede descubrir un día que existen libros imprescindibles para los demás, integrantes por méritos imperdurables en ese concepto llamado clasicismo, y que por razones azarosas, surrealistas o incomprensibles ellos no han leído nunca.
Entre los que concibieron la plenitud y la felicidad encarnada en la literatura, la tragedia de perder la vista alcanza dimensiones épicas en el caso de Borges. Después de ser nombrado director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina escribe el estremecedor y maravilloso Poema de los dones. Dice cosas como estas: “Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche. De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que solo pueden leer en la biblioteca de los sueños los insensatos párrafos que ceden las albas a su afán. En vano el día les prodiga sus libros infinitos, arduos como los manuscritos que perecieron en Alejandría. De hambre y de sed (narra una historia griega) muere un rey entre fuentes y jardines; y fatigo sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega. Enciclopedias, atlas, el Oriente y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías brindan los muros, pero inútilmente. Lento en mi sombra, la penumbra hueca exploro con el báculo indeciso, yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas; otro ya recibió en otras borrosas tardes los muchos libros y la sombra”.
Estoy seguro de que antes de que las tinieblas acorralaran a sus ojos, Borges ya había leído todo lo que hay que leer. Por placer, no por obligación. O casi todo. Pero el resto de los bibliófilos siempre poseeremos incomprensibles o imperdonables lagunas, obras de arte impresas a las que llegamos tarde, autores apasionantes cuyo conocimiento demoramos perezosamente o que seguimos ignorando. Pero nunca es tarde si la dicha es buena, me aseguraba mi angelical madre.
Por razones que me cuesta descifrar, y que tampoco creo que me las explicara el psicoanálisis, había pasado de largo ante Echenoz
Hace un par de años, un viejo amigo con el que llevo hablando de libros desde que nos conocemos me comentó con gesto embelesado que había descubierto una novela genial. Di por supuesto que llevaba la firma de un autor nuevo, ya que era exhaustivo su conocimiento de las obras maestras de la literatura de cualquier época. Cuando me contó que esa gloriosa revelación se titulaba Rojo y negro, pensé que se estaba quedando conmigo, que era una broma. Para nada. Esta persona, dotada de paladar selecto e insaciable para la literatura, no había leído nunca esa magistral narración sobre las venturas y desventuras, esplendor y tragedia de aquel inolvidable trepa llamado Julien Sorel, sobre el amor y su incertidumbre, sus subidas y sus bajones. Y se preguntaba con estupor cómo había esperado tanto tiempo para disfrutar de ese tesoro, aunque en el curso del tiempo opiniones muy fiables le recomendaran su imprescindible lectura. Nos ha ocurrido a todos, le contesté. Y lo peor es que nos largaremos de este mundo sin haber saboreado libros inmejorables.
Mis responsabilidades como crítico de cine incluyen que tenga que ver casi todas las películas que se estrenan. No tengo más remedio que ser entusiasta, indiferente o hastiado espectador de lo extraordinario, lo correcto, lo mediocre, lo peor, lo sorprendente, lo previsible, lo cristalino, lo incomprensible, el clasicismo, lo experimental, las modas fugaces, las modas duraderas, la originalidad, la impostura, la credibilidad, la belleza, el engolamiento, la creatividad, la impotencia, la inteligencia, la diversión, lo plomizo, el espectáculo, el aburrimiento. Mis posibilidades de selección son escasas.
Pero con los libros puedo elegir. Suelo fiarme de las recomendaciones de amigos con criterio y con los que comparto frecuentemente gustos. Y leo algunas críticas y entrevistas con autores que por razones comprensibles o peregrinas despiertan mi atención. También compro algunos libros porque me intriga su título o me gusta la portada. Y no tengo paciencia con los que inicialmente me dejan frío, me aburren o me repelen. Van directamente a la papelera. O alguna vez, si me siento excesivamente agraviado por su estupidez, pueden sufrir un grave deterioro al ser lanzados contra el suelo o la pared. Esa ira no solo me la ha provocado en los últimos tiempos ese promocionado engendro titulado La verdad sobre el caso Harry Quebert, sino autores venerados por la modernidad más pedante, boba y hueca como el estadounidense Chuck Palahniuk y el japonés Haruki Murakami.
El nombre de Jean Echenoz me resultaba cercano desde hace muchos años. Sabía que era francés y que su edad era similar o ligeramente inferior a la de Patrick Modiano, unos años mayor que Michel Houellebecq y que debía de sacarle 15 a Emmanuel Carrère. La asociación mental sobre su edad no es gratuita. También la obra de los cuatro está mayoritariamente publicada en la editorial Anagrama. Creo haber leído toda la obra de Modiano, Houellebecq y Carrère. Pero, por razones que me cuesta descifrar, y que tampoco creo que me las explicara el psicoanálisis, siempre había pasado de largo ante Jean Echenoz. Y ya sé que sus novelas ocupan lugar privilegiado en las listas de los suplementos literarios sobre los mejores libros del año. Y recuerdo haber leído con notable curiosidad una entrevista que le hizo Miguel Mora que se publicó en este periódico. Y que algún amigo me había mirado con gesto entre estupefacto y compasivo cuando le contaba mi desconocimiento de la obra de Echenoz.
Hasta que un venturoso día compro 14 y durante algo más de una hora me siento en trance devorando ese centenar de páginas que describen la guerra y el efecto que causa en los supervivientes con una prosa incomparable. Tan sugerente como precisa, sin que falte ni sobre una palabra; con una capacidad descriptiva de sentimientos, situaciones, atmósferas y personajes que te hipnotizan; con un desenlace en cinco líneas sobre el excombatiente que se dejó un brazo en la guerra que me coloca el nudo en la garganta. Esa prosa rebosa estilo, es tan elegante como precisa, tan aromática como sugerente. O sea, me enamoro de Echenoz.
Y, como los niños obsesivos, quiero leer todo lo que ha escrito este hombre. Y lo quiero ya, aquí y ahora.
No me cuesta demasiado esfuerzo encontrar Correr. Sigo con tanta admiración como piedad, también sonriendo o riendo a veces, la historia de Emil Zatopek, ese prodigio de inocencia y determinación que corre como el viento, de forma heterodoxa, y que parece no agotarse jamás; la utilización que hace del poder de sus gestas y de su legendaria figura, la humillación y la degradación a la que somete a ese atleta extraordinario y a ese hombre que no ha perdido la pureza cuando este decide que es muy feo que los rusos se hayan cargado la primavera de Praga. Luego descubriré en Ravel la capacidad de Echenoz para fascinarte imaginando la soledad de alguien tan antipático y extraño como el creador del celebérrimo Bolero. Y el hechizo continúa con Relámpagos, la historia de ese señor imaginario que pasa su excéntrica y creativa existencia inventando cosas enormemente trascendentes para el progreso de la humanidad que se apropiarán otros y que también le arruinan.
Mi adicción a Echenoz siente pavor al constatar que ya no encuentro más libros suyos, que están descatalogados o agotados. Hasta que un librero encantador, que confiesa idéntica pasión que la mía hacia ese escritor maravilloso, me consigue milagrosamente Rubias peligrosas y el homenaje que le hizo este a su editor Jérôme Lindon después de su muerte. Pero una mañana, gracias a los desvelos de mi amigo Guillermo Altares, recibo en mi casa un abultado paquete que contiene toda la obra de Echenoz editada por Anagrama. Y vuelvo a creer en los Reyes Magos. Y sé que hasta que termine de leer esos libros voy a ser feliz. Y si después la vida se pone cruda o me acorrala, no hay problema. Los volveré a leer.
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