Antonio Pica, el buzo que fue actor
Tuvo una existencia verdaderamente novelesca dentro y fuera de la pantalla
El pasado sábado 26 de abril fallecía el actor jerezano Antonio Pica a la edad de 82 años. Siempre según las crónicas, dado que por dudas sobre su inscripción en el registro, su edad era realmente incierta. Lo hizo sin molestar: su corazón se paró en la residencia para mayores donde vivía en El Puerto de Santa María, cerca del mar, una de sus pasiones y parte cierta de su vida, pues su primera profesión, alternativa a la de actor, fue la de buzo de grandes profundidades.
Se fue sin cumplir su sueño de regresar a una vida independiente y libre, un sueño irrealizable dado su estado de salud, pero sí comprensible si se tiene en cuenta lo que fue su existencia, siempre gobernada por la independencia y la libertad. Dotado de unas cualidades físicas extraordinarias, trabajó desde muy joven como submarinista en el negocio del petróleo y gozó, por tanto, de unas magníficas condiciones económicas para manejar la vida a su antojo.
Viajero por profesión —trabajador en Argelia, Costa de Marfil y Egipto— y un tanto por vocación, su biografía está poblada de historias —las que contaba y las que no— que le otorgan un carácter novelesco. Entre muchas otras, la de un matrimonio con dos hermanas por el rito musulmán o la de aquella enorme ola, La Centenaria, que le tocó vivir en el Mar del Norte, otro de sus destinos como buzo.
Irremediablemente hedonista y de vocación cosmopolita, la suya es una vida intensa, que se bebió siempre a grandes sorbos, alternando éxitos y fracasos, aunque sean los primeros los que dominen los años centrales de su existencia. Fueron los años posteriores a su aterrizaje en el mundo del cine y de la interpretación, una profesión a la que llega por casualidad y en la que cuadra por su físico, de aire más anglosajón que andaluz, una cierta prestancia y una indudable fotogenia. Las mismas cualidades que le llevarán al mundo de la publicidad en unos años (mediados de los sesenta y setenta del pasado siglo) en los que alterna sin interrupción producciones cinematográficas y contratos publicitarios con las más señaladas marcas (de brandy, principalmente) y compañías del país. Fue “el guapo del anuncio” y pareja ideal de modelos de ensueño, como Elena Balduque o la inglesa Jane Shrimpton, La Gamba, la más cotizada del momento. La alternancia de ambas actividades estaba mal vista pero, fiel a su carácter indómito, nada le importó, aunque pudiera afectar a su carrera cinematográfica. En ella, llegó a filmar más de 70 películas figurando habitualmente como actor secundario, aunque en 1969 gozara de papel protagonista en el filme El hombre en la trampa, dirigido por Pascual Cervera. También tuvo el importante rol de antagonista en El hombre que mató a Billy El Niño, de Julio Buchs (1966), y participó en superproducciones de Hollywood, como La caída del imperio romano (1964), dirigida por Anthony Mann. Otros directores con los que trabajó fueron Jesús Jess Franco, José María Forqué, Luis Lucía, Vicente Escrivá, Mariano Ozores o Pedro Lazaga. Cine de terror, comedia y mucho spaghetti western, tan de moda en aquellos años. En esas películas, con su físico, siempre ejerció de malo, de conquistador o de hombre fuerte. La imagen que siempre mantuvo hasta que lo traicionó la salud. Su enfermedad, por fortuna, no fue larga. La vida, a la que tanto amó, quiso ser generosa con un hombre que se distinguió, sobre otras cualidades, por su generosidad.
Babelia
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