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Un paseo por el cine italiano

Las películas de ese país han sido siempre un sinónimo de calidad, inteligencia y plena hermosura. Son imprescindibles

¿Podríamos entender el cine sin la aportación que se ha hecho desde Italia? Por supuesto que no. Ya en la primera década del siglo XX el cine italiano competía en espectacularidad y lujo con las películas americanas. Eran fundamentalmente largometrajes de género histórico y religioso como ¿Quo Vadis? o Cabiria de Giovanni Pastrone, la obra más importante de la época. Se trataba de un film monumental, con grandes escenarios y multitud de figurantes, ambientada en la Segunda Guerra Púnica.

Años después, durante el periodo fascista de Benito Mussolini, el cine se convirtió en un vehículo para la propaganda y la difusión del régimen. El Duce, consciente de la importancia política y social que iba adquiriendo el séptimo arte, mimó la industria nacional creando los estudios de Cinecittà en Roma y el Festival de cine de Venecia. Pero fue después de la guerra cuando un movimiento cinematográfico nacido en Italia traspasó sus fronteras y se difundió por todo el mundo. Fue el Neorrealismo.

La industria del cine estaba desmantelada. No había ni equipos ni estudios donde rodar y las películas nacían en las calles, como Roma, ciudad abierta de Roberto Rossellini. Frente a las películas grandilocuentes con grandes decorados que tanto gustaban a Mussolini, el neorrealismo optaba por la sencillez y el naturalismo. Para dar mayor veracidad a las historias muchos de los actores no eran profesionales, como ocurrió en el Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. Tal y como dijo una vez Roberto Rossellini, el Neorrealismo constituía “una posición moral desde la que se podía contemplar el mundo”.

El Neorrealismo sirvió, además, como punto de partida para que otros directores se adentraran en nuevos territorios cinematográficos. Federico Fellini, por ejemplo, fue forjando, película a película, un universo propio en el que se mezclaban sus sueños, recuerdos y obsesiones, como el sexo o las críticas a la Iglesia. Alcanzó el éxito internacional con La dolce vita, la despiadada crónica de la decadencia moral de la aristocracia y de la alta burguesía romana, y su prestigio internacional se reafirmó cuando estrenó Fellini, ocho y medio.

Otro cineasta que abandonó pronto la herencia del neorrealismo fue Michelangelo Antonioni. Entre 1959 y 1961 rodó la llamada trilogía de la incomunicación, formada por La aventura, La noche y El eclipse. Antonioni se centraba fundamentalmente en las crisis vitales, en el hastío existencial de la alta burguesía, en particular de sus mujeres, personajes que interpretó magistralmente Monica Vitti, su actriz fetiche.

Y es que además de grandes directores, el cine italiano contaba con su propio star system. Actrices y actores como Marcello Mastroianni, Sophia Loren o Claudia Cardinale, que llegaban a competir en glamour y fama con las mismísimas estrellas de Hollywood.

Y así ha seguido sucediendo todas las décadas. En los años sesenta y setenta Pier Paolo Pasolini incomodaba a gran parte de la sociedad italiana, ya fuera de izquierdas o conservadora, con títulos como El Evangelio según San Mateo, El decamerón, Los cuentos de Canterbury o Saló o los ciento veinte días de Sodoma y una nueva generación de directores seguía la estela marcada por los veteranos Luchino Visconti, Fellini o Antonioni. Nombres como Marco Bellocchio, Gillo Pontecorvo, Dino Risi, Elio Petri, los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, Ermanno Olmi, Ettore Scola, Francesco Rosi, Bernardo Bertolucci, Marco Tulio Giordana, Nani Moretti, Giuseppe Tornatore o, ya más recientemente, Paolo Sorrentino, son la muestra palpable de que el cine “Made in Italy” ha sido siempre un sinónimo de calidad, inteligencia y plena hermosura. Un cine, en definitiva, imprescindible.

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