Impertinencia de la pertenencia
El museo se ha hecho elegante y mundano, amante de la estética y de las selectas fiestas sociales
En 1993 o 94 el Metropolitan Museum de Nueva York empezó a servir copas en el balcony que circunda su atrio mientras amenizaba las reuniones con una orquesta de cámara con música de Vivaldi. Casi a la vez, amplió sus atractivos con unas instalaciones de cocina que permitían celebrar fastuosas bodas y agasajar a cientos de invitados. El museo se hizo elegante y mundano, amante de la estética y de las selectas fiestas sociales.
Poco a poco, en otros lugares de Estados Unidos y de Europa se extendió la idea de rebozar las instituciones museísticas con amenidades paralelas empezando por sus boutiques o por centros comerciales (como en el Louvre) que creaban dinero. La pintura o la escultura, simultáneamente, en subastas y galerías, habían pasado de ser un sector reverencial a ser parte de las acciones de entretenimiento. La moda en vestido ocupó muchas exposiciones y hasta las Harley Davidson llegaron vertiginosamente a los mismos templos.
La idea sagrada del arte estaba ya grotescamente falseada con su delirante mercantilización en Sotheby’s y Christie’s, pero el fenómeno de su laicismo se ha ido ampliando hasta confundir la creación con la creatividad, el estampado de pañuelos con las pinturas en lienzo y ya no seríamos capaces de decir si el gran Custo Dalmau o Fausto Puglisi son más importantes que Abraham Lacalle, por citar un pintor español cuyas inspiraciones (la firma Desigual por medio) se asemejan o asemejaron.
Todo tiende a reunirse, mixtificarse. Ni el arte es arte, ni la novela es novela, ni la librería es solo libros
El capital desnudó de reverencia a la obra maestra y, ya en cueros, corrió a gran velocidad por el mundo del glamour y el dinero sucio. Más una importante transformación geoestratégica: si el museo o la galería fueron recintos estancos, el mercado nunca conoció fronteras.
¿Una degeneración? Mejor una nueva y promiscua generación. Los cuadros ya están en los restaurantes de lujo, en habilitadas naves exquisitas del extrarradio o en los entornos gastronómicos de escogidos lugares con encanto. Allí donde puede acudir la gente rica se apresura a viajar la obra. Pero, sobre todo, la pintura es ya más que hermana siamesa de la alta confección textil. Creación y creatividad, arte e industria, pintores y diseñadores, juntan sus roles en el muestrario o en la exposición, en el mercado y en el marketing.
Cada vez menos gente visita las librerías o asiste a las sesiones de cine pero como prueba de mixtura hace tiempo que en algunos establecimientos de libros se sirven café o copas y en un pluricomercio estelar de París, Mercí, en el Boulevard Beaumarchais o de Palma de Mallorca, Rialto Living, se expone ropa de casa y ropa de calle, cacharros de cocina o bicicletas y en algunos de ellos pasan de vez en cuando películas de Grace Kelly o Brad Pitt. Todo en fin tiende a reunirse, compartirse y mixtificarse. Ni el arte es arte, ni la novela es novela, ni la librería es solo libros.
De esta misma manera la ciudad tiende a perder simbólicamente sus viales y ampliar simbólicamente (peatonalmente) las plazas. Una plaza o zoco donde se encuentre de todo a la manera que de todo se encuentra en el bazar de la Red y en donde no tiene sentido calificar su oferta con un solo nombre. La multiplicidad del mundo no se expresa ya tanto en las folclóricas diferencias entre un lugar y otros como en las diferencias multiplicadas de cualquier paraje.
Finalmente, si el auge actual de la envolvente gastronomía de fusión no fuera suficiente, la conjunción de varios idiomas, las familias compuestas por varias razas, la bi o trisexualidad, la emigración o la corrupción, el crimen o la solidaridad más las prácticas de cualquier moral blanda son la ratificación del fin de la identidad (cultural o no), la muerte de la división y el ocaso de la pertenencia.
Babelia
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