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La carne del teatro iberoamericano

El Festival Internacional de Teatro de Bogotá hace de la ciudad una capital mundial e de la escena La muestra reúne a 1.200 artistas de 25 países, de Brasil a México pasando por España

Elsa Fernández-Santos
Una escena de 'Los incontados. Un tríptico', de Mapa Teatro.
Una escena de 'Los incontados. Un tríptico', de Mapa Teatro. Leonardo Muñoz (EFE)

“Zanqueros, malabaristas, monocicleteros, ruedas humanas, acróbatas, dragones de fuego, estatuas humanas, pregoneros, payasos, diablos, bailarines…”. Si al anuncio de este batallón de pasacalles le sumamos la batucada brasileña de Os Negões, asociación fundada en 1982 por un grupo de activistas, artistas y deportistas con sede en Salvador de Bahía para promocionar la cultura afro-brasileña, quizá sea posible imaginar remotamente la temperatura que alcanzó en su primer fin de semana el XIV Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. La traca inicial (a la que asistieron según datos del festival 100.000 personas) apenas dejó dudas sobre la que se avecina en los próximos días.

El festival es ese carnaval masivo que Bogotá no tiene. Casi tres décadas después de su nacimiento, en 1988, la apabullante oferta de sala y calle —que coincide en su ecuador con los días festivos de la Semana Santa— tiene su respuesta en un público cuya asistencia cubre al menos el 50% de un presupuesto que en la edición anterior ascendió a 24.000 millones de pesos (9 millones de euros). La cita presume de un carácter heterodoxo en el que cabe de todo: aforos grandes y pequeños, salas tradicionales, escenarios efímeros, parques, carpas y viejos edificios. Espectáculos comerciales estrenados en Estados Unidos (La Consagración de la Primavera de la Shen Wei Dance Arts); obras de autor llegados de Europa (entre otras la española La función por hacer de Miguel del Arco) y, sobre todo, teatro por descubrir. Se peca de exceso, de cajón de sastre, pero como señala su directora, Anamarta Pizarro, “ni la persona más rica del mundo podría ver viajando y aunque quisiera lo que le ofrecemos aquí durante 17 días”.

Un viaje privilegiado por el mapa del teatro en el que cada uno puede marcarse su propia ruta. Así, en la Casa del Teatro Nacional, en el barrio de La Soledad, los mexicanos de Más pequeños que el Guggenheim han ofrecido estos días una comedia desternillante sobre cuatro hombres unidos por el paro, el fracaso y un libreto sin acabar: un albino medio ciego, un pobre diablo llamado Jamlet, un dramaturgo y un director de escena en busca de una historia que nació una tarde en Bilbao con su pobre imagen reflejada en el titanio del Museo de Frank Gehry. Escrita y dirigida por Alejandro Ricaño, a la obra le basta una lámpara de techo, una mesa y un banco para contagiar la gracia y la furia de sus geniales intérpretes.

Si a los mexicanos les basta imaginar su maleta, los colombianos de Mapa Teatro han construído entre los magníficos muros de una vieja casa colonial del centro de Bogotá una escenario triple de una belleza incuestionable. Los incontados: un tríptico es casi una instalación teatral, una caja de museo, en la que el abuso de referencias documentales sobre la violencia en Colombia (de los paramilitares a narcotraficantes y guerrilla) se hace solo transitable gracias a esa portentosa puesta en escena que juega con el delirio, el horror y la poética a partes iguales. Con el escenario separado del público por una cristalera que logra un desconcertante efecto pantalla, por la obra circulan obsesivos la cocaína y el confeti, la fiesta y la muerte, la música (rap, boleros) y la fatalidad nacional: “Hay que ser de aquí para sentir placer con el dolor”, dice un personaje.

La mente como escenario contemporáneo es también el terreno de Historia de amor, del Teatro Cinema de Chile, reputada compañía surgida de la disolución de La Troppa (autores de la hoy legendaria Gemelos), cuyas propuestas han renovado el teatro chileno. Basada en la novela homónima del escritor francés Régis Jauffret, la obra aborda un tema hasta cierto punto más espinoso que la violencia de todo un país: la violencia de género de todo el planeta. El secuestro de una mujer (en este caso una alumna) por “amor” muestra la peor de las perversiones: el abuso de poder, la obscena sumisión de la víctima. Pero la compañía chilena lo hace desde otro plano, con un lenguaje que mezcla a los actores con filmaciones y dibujos, creando fondos y composiciones digitales. Una especie de cómic vivo donde las capas de la locura se confunden y superponen con las de la realidad.

Pero entre unos y otros, Brasil manda. Desde el musical Gonzagao, la leyenda, sobre la vida del músico popular Luis Gonzaga, el rey del Baião, ritmo tradicional del nordeste del país, a Maravilloso, donde cinco personajes dirigidos por Inez Vianna y escritos por Diogo Liberano rompen con la feliz postal carioca de Río de Janeiro. A partir del mito de Fausto, Maravilloso nos dice que no hay ninguna razón para celebrar pese a que todo en su cultura es una permanente celebración. “Se trata de una mirada irónica a nuestra tendencia de transformar en fiesta la pobreza”, apunta su autor, “bajo las lentejuelas y las purpurinas del Carnaval hay una realidad completamente esclavizada y una democracia débil y subdesarrollada". Maravilloso extenúa físicamente —sus intérpretes no permiten un respiro— mientras aplica una fórmula exacta: la crítica social viva, esa que bebe de un teatro que encontró sus mejores armas en la semiclandestinidad de los años setenta, que desarrolló su lenguaje de forma paralela a su realidad y que tiene en el cuerpo a cuerpo del rito y la celebración una baza de tal fuerza que abruma con su grito ancestral. Se puede, y se debe, pensar con la carne.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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