Neville
Hizo películas insólitas que también caían simpatiquísimas, por sus temas y tonos
Estos días, a raíz de la reposición de El baile en el Fernán-Gómez, he estado releyendo muchas cosas de y sobre Edgar Neville, y diría que sensatez y simpatía fueron sus cualidades primordiales: una combinación nada desdeñable, sobre todo en los tiempos que vivimos. A uno comienza a caerle bien, de modo instantáneo, en sus fotos de juventud, sobre todo en la que está sentado con Chaplin en la escalinata de su casa en Hollywood. El Neville de esa época exhala seducción, con un atractivo que iba más allá de la mera apostura: todos coinciden en que un encuentro con él te alegraba el día. Era un aristócrata y lo que entonces se llamaba un sportsman, apasionado por el tenis, la pesca submarina y el automovilismo. Y por el flamenco y los mariscos: consideraba que “el mejor amigo del hombre no era el perro sino la ostra”. Fue un privilegiado, y eso siempre suele fastidiar, pero hay privilegiados detestables y privilegiados encantadores, que pisan a fondo el acelerador de la vida. Años más tarde engordó descomunalmente, como Tono o Welles. Padecía un trastorno de tiroides, aunque se puso como una bota por lo muchísimo que le gustaba beber y zampar. Alma de gordo, que dicen los argentinos.
Adoro El baile, pero prefiero su cine a su teatro. Hizo películas insólitas que también caían simpatiquísimas, por sus temas y tonos: La torre de los siete jorobados, un folletín de aventuras de Carrere perfumado à la Feuillade; o deliciosas estampas policiales, como El crimen de la calle Bordadores y Domingo de carnaval, donde Conchita Montes me causó (exaequo con La vida en un hilo) un impacto similar al que me había provocado Micheline Presle en Falbalas. Sin olvidar ese canto de amor al arte andaluz que es Duende y misterio del flamenco.
Hizo películas insólitas que también caían simpatiquísimas, por sus temas y tonos
Era franquista, y miró para otro lado ante muchas barbaridades, pero fue capaz de escribir, con motivo del treinta aniversario de la muerte de Lorca, aquel artículo que descubrió Trapiello y que ABC no quiso publicar, en el que afirmaba que su asesinato seguía impune porque los criminales “gozaban de inconcebible inmunidad”. También, aunque en clave más ligera, es sorprendente su columna sobre Rusia (“No podemos pretender que todo lo que hacen falla o está mal hecho: una cosa es que no nos convenga su política y otra desquiciar la realidad”) o sobre el concierto de los Beatles en la Monumental, donde se queja de la actuación policial: “¿Por qué ese trato tan rudo cada vez que alguien se agitaba en su silla? ¿Por qué impedir que todos lo hubiéramos pasado bien y con alegría?”.
A mí me encanta que Neville y Conchita Montes fueran amantes y vivieran en el mismo edificio pero en pisos distintos. O esta anécdota: Neville despierta en el hospital tras un accidente de automóvil y al ver que le observa un médico con barba blanca le pregunta: “¿Es usted Dios?”. O su poema He tenido mucho gusto en conocerles, que acaba así: “Mi corazón me salvará del lance: / cuando vea colmada la medida / con su exceso de amor sabrá pararse / interrumpiendo esta agradable vida”. Y así fue: murió el 23 de abril de 1967, a los 67 años, de un paro cardíaco. Mingote le despidió con un dibujo en el que Neville llega al cielo y le pregunta a San Pedro: “¿Es verdad que aquí uno se ríe mucho?”.
Babelia
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