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IDA Y VUELTA

Ensueños de Gauguin

Una exposición en el MoMA descubre a un artista bajo una luz nueva y renovadora

Antonio Muñoz Molina
'Mata Mua (Érase una vez)', 1892, óleo de Gauguin en el Museo Thyssen-Bornemisza.
'Mata Mua (Érase una vez)', 1892, óleo de Gauguin en el Museo Thyssen-Bornemisza.

En Gauguin casi nada es lo que parece. Una leyenda desfigura su persona y su arte, pero él fue el primero que alimentó esa leyenda. Decía que su propensión hacia lo primitivo y lo que llamaba sin reparo lo salvaje le venían de su origen inca, pero en realidad era sobrino nieto del último virrey español en el Perú colonial. Atravesó más de medio mundo en busca del paraíso terrenal de Tahití, pero su fascinación por la isla y por Oceanía la descubrió visitando la gran exposición colonial de París en 1889, en la que los nativos de diversos dominios eran presentados casi como animales exóticos en un zoo, en el interior de chozas y vestidos con sus ropas tribales, ocupados en danzas y en tareas domésticas siempre pintorescas. Había empezado a pintar justo en el momento en el que los impresionistas celebraban la inmediatez de las percepciones, la vida contemporánea, los paisajes próximos de la ciudad o del campo francés; pero él había preferido muy pronto representar lo escondido y no lo visible, los sueños y las leyendas que forman la raíz de la psique humana y no las impresiones accidentales y fugaces. Monet pintaba estaciones y puentes de ferrocarril, atmósferas contaminadas y afantasmadas por los humos industriales; Seurat o Degas o Toulouse-Lautrec se sumergían en los espectáculos nocturnos de París y en los cafés alumbrados por las luces de gas, en una especie de metódica ebriedad del presente. Gauguin buscaba la perduración del mundo arcaico en las provincias, y las mujeres francesas que le gustaba pintar no vestían a la última moda, sino con los pesados ropones y las cofias medievales de las aldeas de Bretaña.

Iba descartando arcadias sucesivas a la misma velocidad que las descubría: la Martinica, la Bretaña brumosa, la Provenza en la que su pobre amigo trastornado Vincent van Gogh quiso fundar con él una comunidad de artistas que trabajarían con una integridad de socialismo primitivo y pintarían jubilosamente al aire libre y al sol. Pero cuando finalmente lo abandonó todo y emprendió la travesía a Tahití —había abandonado previamente a su mujer y a sus hijos— no lo hizo con las manos vacías: llevaba consigo un gran baúl lleno de libros, de láminas y postales de arte, un catálogo visual de la cultura europea que dejaba atrás, y con la que no rompió por mucho que fingiera que abjuraba de ella igual que del orden burgués y de las ortodoxias del catolicismo. El baúl de Paul Gauguin era quizás el primer catálogo universal de las artes, y él es el primer artista que se alimenta indiscriminadamente de ellas, con una ambición que va más allá del orientalismo de los románticos. La fotografía y los avances en la impresión hacían accesibles por primera vez las imágenes de cualquier obra de arte, de cualquier paisaje o cualquier edificio. Gauguin aprovechó esa innovación tecnológica con la misma desenvoltura con que se aplicaba él mismo a la artesanía obsoleta del grabado en madera. Gracias a las postales y a las reproducciones podía trabajar teniendo delante de sí un bajorrelieve egipcio o un friso de jinetes del Partenón o de esculturas de dioses hindúes o una estela budista o una momia indígena de Perú. Gracias a las formas en apariencia toscas o crudas de la xilografía podía haber grabados que poseían una fuerza primitiva de claridades y sombras, que invocaban los mundos de la mitología, del sueño, de las divinidades esculpidas en troncos o en grandes bloques de piedra.

Hasta ahora yo creía, no sin suficiencia, que conocía aceptablemente a Gauguin. No hay mayor equivocación con respecto a un artista grande que darlo por supuesto. La exposición de Gauguin que hay ahora mismo en el MoMA, Metamorphoses, lo deja a uno tan impresionado que cuando sale de ella le cuesta adaptarse de nuevo a la realidad. Uno nota, desconcertado, agradecido, que sus ideas sobre Gauguin a partir de ahora no serán las mismas, y eso es sin duda lo mejor que puede decirse de una exposición: no que le permite a uno confirmar, reverencialmente, las opiniones que ya tenía, sino que se las desbarata, forzándole a ver a un artista bajo una luz nueva y reveladora, alentándolo a descubrirlo de nuevo, a ver en él lo nunca visto.

Yo nunca había visto en qué medida Gauguin no es solo ni principalmente un pintor, y menos todavía la fluidez de las conexiones entre su pintura y las otras artes a las que se dedicaba con el mismo empeño: el dibujo, el grabado en madera, la escultura, los monotipos de acuarela, la ilustración, la escritura, o esa técnica inventada por él que está entre el grabado, la pintura y el dibujo, la transferencia de óleo. Gauguin exploraba técnicas nuevas igual que buscaba nuevos escenarios o nuevas aventuras amorosas, y lo que descubría o le gustaba mucho en un medio lo trasladaba a otro, logrando simultaneidades inusitadas, resonancias y continuidades visuales que dan una unidad profunda a todo su trabajo. La plancha de un grabado puede ser también un bajorrelieve. La imagen de una mujer de Samoa que se inclina para beber agua en un arroyo de un bosque, con el torso desnudo, con un lienzo blanco atado a la cintura, aparece una y otra vez en los medios más variados, sin repetirse exactamente nunca: en un cuadro al óleo, en grabados, en una talla en madera, tan plana que de repente esa figura con su piel morena y su falda angulosa parece una silueta esculpida y policromada en un muro de un palacio egipcio. Pero a esa mujer del arroyo Gauguin no la había visto nunca en persona: estaba en una postal que le había llamado la atención en París antes de emprender su viaje.

Gauguin exploraba técnicas nuevas igual que buscaba nuevos escenarios o nuevas aventuras amorosas

Retirado en Tahití o en las Marquesas, Gauguin mantenía vínculos estrechos con París, porque quería ser o decía ser un salvaje, pero le importaba mucho, naturalmente, su carrera de pintor y su posición en el mundo del arte. Los paraísos de erotismo sin culpa y naturaleza intocada que le gusta pintar desmienten el puritanismo punitivo de la religión católica, pero al mismo tiempo se parecen mucho al paraíso bíblico de Adán y Eva, aunque esta Eva sea una muchacha tahitiana de sólida desnudez a la que le murmura al oído no una serpiente sino un lagarto, porque no hay serpientes en Tahití. Las grandes secuencias narrativas en formatos alargados y estrechos representan mitologías polinesias en gran parte inventadas por el propio Gauguin, y se parecen a los frescos del Quattrocento en Florencia y a los frisos de los templos budistas de Java. Unos jóvenes nativos corren a caballo entre los verdes y los rojos de la vegetación tropical, pero esas figuras de jinetes y los cuellos arqueados de los caballos vienen del Partenón y de las ánforas griegas.

Casi toda la imaginería religiosa o pagana y las artes y los oficios están en la obra febril de los últimos años de Gauguin. También está una parte del porvenir que él ya no vio, porque murió en 1903: la sugestión de primitivismo y el espacio quebrado y anguloso de Les demoiselles d’Avignon tienen una deuda con Gauguin tan visible que no sé cómo no había caído hasta ahora en ella.

Gauguin: Metamorphoses. Museo de Arte Moderno de Nueva York (Estados Unidos). Hasta el 8 de junio.

www.antoniomunozmolina.es.

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