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El edificio es un ave Fénix

Reconocimientos a construcciones que nacen de las ruinas y de los escombros apuntan hacia un gran cambio en la arquitectura

Anatxu Zabalbeascoa
La escuela de barro y bambú que la arquitecta austriaca Anna Heringer levantó en Rudrapur, en Bangladesh.
La escuela de barro y bambú que la arquitecta austriaca Anna Heringer levantó en Rudrapur, en Bangladesh.

El mundo está cada vez más globalizado, y, como consecuencia, cada vez más en desacuerdo. Puede que la homogeneización de los escenarios sin la consecuente democratización de las posibilidades esté generando esa discrepancia. O puede que el que haya cada vez más gente con menos que perder termine por provocar algún cambio. El caso es que al tiempo que medio planeta (de Canadá a Catar pasando por las exrepúblicas soviéticas o China) construye la próxima burbuja arquitectónica, el mítico ave Fénix, que renace de sus propias cenizas, se ha convertido en el modelo arquitectónico de la otra mitad. Ha llegado el momento de elegir. Y todo apunta a que entre las ruinas y la escasez están los dos caldos de cultivo más productivos y significativos de la arquitectura actual.

Así lo confirman algunos de los galardones recientes, como el Pritzker de este año a Shigeru Ban y su arquitectura donde “la sostenibilidad no es un concepto sino un hecho, algo intrínseco”, en palabras del jurado. O como el premio ArcVision, que concede la empresa Italcementi a arquitectas destacadas. Este año entre las finalistas estaba la austriaca Anna Heringer (1977), dedicada a construir con materiales y técnicas autóctonos desde que levantó en Rudrapur (Bangladesh) una escuela de barro y bambú, su proyecto de final de carrera. Con un currículo que ya le ha valido numerosos reconocimientos y la ha convertido en profesora honoraria de la Cátedra Unesco de Arquitectura de tierra, es de rigor reconocer que lo de Heringer no es exactamente una tendencia. Como sucede cada vez con más proyectistas, su arquitectura tiene más relación con el usuario que con la rentabilidad y eso inaugura una cultura arquitectónica con pocos precedentes.

Aunque los hay. El Pritzker de hace dos años, otorgado al chino Wang Shu, ya apuntaba a esa misma vía reconociendo el trabajo de arquitectos que construyen literalmente con los restos (materiales y de tradiciones) de lo que se destroza en su país para levantar algunos de sus edificios. El famoso Museo de Historia de Ningbo es un ejemplo de esa arquitectura levantada a partir de desechos.

La tendencia a mostrar el ingenio de lo construido con pocos medios se extiende incluso a las publicaciones. La nueva revista Rita, que dirige el arquitecto Arturo Franco, acaba de ver la luz con la voluntad de “llegar a las universidades con una mochila de montaña cargada a la espalda”. Así, pisando el terreno, juzgando in situ y viajando para encontrar arquitectura ejemplar, en lugar de esperar que esta llegue desde los estudios de los arquitectos, abre su primer número con seis proyectos paraguayos (de José Cubilla, Solano Benítez, Gloria Cabral y Alberto Marinoni, Javier Corvalán o Lukas Fúster) que son “obras para vivirlas”, explica Franco. Y que son, de nuevo, trabajos realizados con pocos medios, escasos materiales y muchas ideas.

Esa arquitectura de la escasez, de recuperación o de resistencia ha tenido, también un eco en nuestro país. Más allá de estudios como H Arquitectes —que han rebajado el coste de sus trabajos eliminando acabados y fueron premiados por Arquia Próxima, la selección que realiza la Caja de Arquitectos— o más acá del precedente de Enric Miralles y Benedetta Tabliabue —que dejaron sin remozar ni pintar los muros exteriores de su Casa en La Clota con la que consiguieron un Premio Fad—, nuevos galardones han apostado por esa lógica de futuro. Los premios Ascer —que concede la Asociación de fabricantes de azulejos y pavimentos cerámicos— han reconocido de un lado un zurcido urbano que suma piezas cerámicas para construir la a veces tapia a veces celosía que delimita un parque en Sant Feliu de Llobregat. De otro, un trabajo realizado a partir de las ruinas de una vivienda en el pueblo extremeño de Cilleros.

Esa casa, firmada por Arquitectura G, toma decisiones arquitectónicas como plantar un abedul (que dará sombra en verano y dejará pasar el sol en invierno) en medio de un patio que, a su vez, llevará luz y ventilación a lo que fuera una introvertida casa de piedra entre medianeras. La convivencia del antiguo y grueso tapial con la delgadez de los nuevos forjados habla de retos solucionados, de aprovechamiento de materiales, de atención al lugar. Pero, como toda esta arquitectura hecha con retales y ambición, también delata un inusitado respeto por los clientes. La obra trata a un inversor de 66.000 euros como al mejor promotor: una persona ilusionada con tener una casa. Así, todo ese engranaje de soluciones y situaciones dibuja una nueva arquitectura poco novedosa, pero apunta a un renacimiento de la disciplina, como el ave fénix, a partir de sus propias ruinas.

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