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crítica | el gran hotel budapest
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sueño de Europa

Todo en esta maqueta de alta precisión poblada de funiculares, trenes cremallera y ferrocarriles, con herencias en liza y héroes a la carrera, tiene ángel

Detrás, Tony Revolori, y sentados, Tilda Swinton y Ralph Fiennes, en 'El gran hotel Budapest'.
Detrás, Tony Revolori, y sentados, Tilda Swinton y Ralph Fiennes, en 'El gran hotel Budapest'.

“A quien a menudo ha intentado explicar destinos, muchos le cuentan el suyo”, escribía Stefan Zweig en las primeras páginas de su novela La impaciencia del corazón, cuya introducción inspira de manera explícita el arranque de El gran Hotel Budapest, la última película de Wes Anderson, deslumbrante carta de amor a una Europa imaginada que acaba proponiendo un sofisticado discurso sobre la construcción de la nostalgia como paraíso privado. Con su apuesta radical por el artificio, su debilidad por las composiciones simétricas y su gusto por los travellings laterales recorriendo microcosmos con alma de casa de muñecas, el estilo Anderson sigue ahí, pero también —como resulta cada vez más palpable en sus últimos trabajos— la voluntad de plantear juegos inéditos, de explorar nuevos registros. Si El gran hotel Budapest recuerda el espíritu de las historietas de Tintín es porque, aquí, el cineasta, que confiesa no haber leído a Hergé, juega con dos referencias que, combinadas, podrían haber dado el mejor lenguaje visual para traducir al cine el universo del maestro francobelga: las comedias de Ernst Lubitsch y el Hitchcock más lúdico, el de 39 escalones (1935), pero, sobre todo, Alarma en el expreso (1938), cuyas primeras secuencias, de hecho, ya parecían un lubitsch por otros medios.

EL GRAN HOTEL BUDAPEST

Dirección: Wes Anderson.

Intérpretes: Ralph Fiennes, Tom Wilkinson, Jude Law, Willem Dafoe, Tilda Swinton, Tony Revolori.

Género: comedia. EE UU, 2014

Duración: 100 minutos.

Del director de El gato montés (1921) toma Anderson, de entrada, la predilección por la figura del héroe libertino —aquí, un extraordinario Ralph Fiennes en la piel de un conserje gigoló—, el diálogo como pauta para marcar el tono y abundantes soluciones de puesta en escena —la película es capaz de hacernos reír con un reencuadre, un brusco movimiento de cámara, una elipsis o la estratégica colocación de un contraplano—. De Hitchcock viene el gusto por el movimiento perpetuo y la elegante apropiación de recursos folletinescos. Todo en esta maqueta de alta precisión poblada de funiculares, trenes cremallera y ferrocarriles, con herencias en liza y héroes a la carrera, tiene ángel. Y genio.

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