Al anochecer
Juego a imaginar que a ese barrio desconocido van a parar los espíritus de los escritores muertos
Voy a visitar a una amiga ingresada en un hospital lejano. El autobús recorre barrios en los que nunca he estado. Al encenderse las farolas suben dos muchachas vestidas con chándal, de unos 18 años. La morena masca chicle y habla sin parar. Están un poco lejos y apenas entiendo lo que dice. La otra, pelirroja, calla y atiende.
Hay algo en su forma de escuchar (el mentón obstinado, los ojos de ave nocturna) que me llama la atención, algo que la sobrevuela y que no consigo definir: una fuerza. Me fijo luego en su sorprendente peinado, con ondas, a la moda de los años veinte. Estoy juntando peinado, mirada y mentón cuando rompe a hablar, y en la breve calma de una parada, antes de que vuelvan a temblar metales y vidrios, atrapo dos palabras un tanto inusuales en una adolescente de barriada: “ofuscación” y “desfallecer”. Imagino un perfil posible: su distancia durante las comidas familiares, su irritación cada vez que la vida se empeña en ser como un cuadro mal colgado, la extrañeza de los otros ante su avidez, ante sus raros gustos musicales (ópera, death metal) y los libros tan gordos que le da por leer, y de donde salen, dicen, esas frases repentinas, certeras y pasmosas, tras sus largos silencios.
De golpe me encuentro pensando: Rosa Chacel. No es que se parezcan, pero la suma de elementos las acerca muchísimo, como si algo de la escritora desaparecida hubiera entrado en ella con tiempo suficiente para adensarse. Al borde del anochecer, el autobús se para de nuevo. Desvío la mirada para no parecer acechante, y por la ventanilla leo entonces el rótulo de una tienda, Confecciones Onetti, y considero que el dueño tampoco ha de parecerse a Juan Carlos Onetti, ni que su negocio ha de ser ruinoso como un viejo astillero. Juego a imaginar que a ese barrio desconocido, no sé si cielo o purgatorio, van a parar los espíritus de los escritores muertos, y pienso que Ana María Moix, todavía a la espera de destino, quizás esté dudando si posarse en ese gato o en ese chaval taciturno y burlón.
Comienza a formarse una historia. Puede que el dueño de la tienda sea rubio y grueso y que no lleve gafas de montura negra, pero hay algo en él que recuerda al escritor uruguayo, tal vez el labio inferior caído o los ojos aparentemente apáticos pero muy fijos. Quizás también, cuando ha bebido demasiadas cervezas, empiece a hablar con frases largas y lentas, a contar historias sorprendentes, a canturrear canciones que ya nadie recuerda, a mostrar inesperadas formas de la sorna y la piedad, y es en noches así cuando sus amigos le llaman “el filósofo” y enmudecen como los padres de la muchacha pelirroja, y al día siguiente vuelve a ser un hombre en el que nadie repararía, pero a primera hora de esta tarde cálida que parece abrirse a sus pies, majestuosa como un delta, ha sentido un impulso raro y urgente; ha comprado varias latas en el supermercado paquistaní, ha bebido tres y le quedan otras tres, y justo ahora la chica que se parece sin parecerse a Rosa Chacel siente un impulso similar, y baja de un salto en esta parada, y cruza la calle, y sin saber muy bien por qué entra en la tienda.
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