¡Por allí (y por aquí) resoplan!
Aly ha escrito un libro estremecedor para recordar, comprender y exorcizar a las ballenas blancas Llama la atención el relativo desconocimiento que en España se tiene de Tommaso Landolfi
En el capítulo CXXXIII de Moby Dick, el primero de los tres consagrados al combate final contra la ballena, Ahab la avista a lo lejos (“en la horizontalidad vacía”) y lanza un aviso salvaje: “¡Por allí resopla, por allí! ¡Una joroba como una montaña nevada! ¡Moby Dick!”. Muchos capítulos antes, en su feroz arenga a la tripulación, el capitán del Pequod había descrito con verbo bíblico y pasión blasfema lo que le impulsa a perseguir sin descanso a su Némesis: “Esa cosa inescrutable es lo que odio sobre todo y tanto si la ballena blanca es agente, como si es principal, quiero desahogar sobre ella este odio”. Moby Dick es uno de los más grandes símbolos que ha inventado la literatura para referirse al mal y a la atracción que ejerce. Me he vuelto a acordar de ello estos días, mientras me dedicaba a leer con intensidad variable algunos libros recientes acerca de diversos aspectos nacionales de una de las pestes totalitarias que impusieron su ley en la Europa de los treinta, y que hoy, reavivada por la crisis y el desesperado éxodo hacia la fortaleza europea de los más miserables de la Tierra, parece haber encontrado nuevo suelo sociológico donde reaparecer. En Los que sobraban (Crítica), el historiador y politólogo Götz Aly, que ya había estudiado en polémicos libros anteriores (véase La utopía nazi. Cómo Hitler compró a los alemanes. Crítica, 2006) el enorme apoyo social de que gozó la dictadura hitleriana, se enfrenta a un asunto a menudo descuidado en las historias del Tercer Reich: la llamada “eutanasia” social, es decir, el complejo proceso de carácter genocida por el que los nazis asesinaron en poco más de seis años a 200.000 alemanes a los que se consideraba estorbos o riesgos para la política de arianización y limpieza étnica. Enfermos mentales, individuos “asociales”, enfermos incurables, niños y niñas discapacitados o “contrahechos”, enfermos terminales o incurables, epilépticos, vagabundos y todos aquellos que, en opinión de los responsables políticos y sanitarios nazis, vivieran “una vida indigna de ser vivida”, fueron el blanco de la discreta política de eutanasia del régimen. Götz Aly analiza, a partir de la documentación y de los testimonios personales, los procedimientos implementados para conseguir (u obviar) el consentimiento de familiares, los motivos (como la vergüenza social, cuando no el alivio) de la escasa resistencia que se opuso a los asesinatos y “desapariciones”, el peso de la relación coste-beneficio a la hora de “liberar” espacio en los hospitales para los combatientes heridos, así como los procedimientos empleados para acabar con “los que sobraban”, que es como Héctor Piquer ha traducido (libre, pero adecuadamente) el término alemán Die Belasteten. Un libro estremecedor para recordar algo de lo que se habla muy poco y para comprender y exorcizar a las ballenas blancas (o pardas) que vuelven a resoplar en mares no siempre lejanos.
Memoria
El accidentado debate en torno a la “memoria histórica” y el “negacionismo”, exacerbado durante la primera legislatura de Rodríguez Zapatero (2004-2008), no ha logrado poner de acuerdo en casi ningún punto a las posturas enfrentadas, en las que —debilitados por la general, aunque diversa, aceptación del statu quo democrático— parecen resurgir los polvorientos fantasmas de las “dos Españas”. Docenas de libros y centenares de artículos de desigual valía, además de millares de opiniones lanzadas al aire en estruendosas y polarizadas tertulias, dan fe del interés y la pasión —cuando no de la visceralidad y de las heridas sin cicatrizar— con que los españoles seguimos representándonos aspectos importantísimos y aún no cerrados de un pasado que nunca acaba de pasar del todo. Todo el mundo está de acuerdo en que aquí hubo una guerra terrible con vencedores y vencidos, pero a partir de ahí el consenso histórico parece diluirse entre el sentimiento del agravio irredento y el negacionismo. Entre los escollos que dificultan el desarrollo de un debate provechoso en torno a la memoria histórica no es menor el de la interesada confusión terminológica: como explica Antonio Miguez Macho en su solvente ensayo La genealogía genocida del franquismo (Abada) no es lo mismo, ni adquieren la misma gravedad, la “represión” (que la hubo, inevitablemente, en ambos bandos) que los “crímenes contra la humanidad”, los “crímenes de guerra” o el genocidio. Miguez Macho apunta que, en la Guerra Civil y en la inmediata posguerra, los que dispusieron de la intencionalidad, la capacidad y los medios para llevar a cabo su propio proyecto de exterminio (genocidio) del grupo social considerado enemigo (los “rojos”, en su caso) fueron los sublevados. No es que en el bando que se les enfrentó no existieran, una vez quebrada por la guerra la legalidad republicana, importantes pulsiones genocidas (contra los “fascistas” o los “burgueses”), sino que hubo motivos que impidieron que pudiesen concretarse “en la práctica de un genocidio”, aunque, como ocurrió entre los que vencerían, también allí se cometieron actos que merecen el calificativo de “crímenes contra la humanidad” (asesinatos de civiles) y “crímenes guerra” (violación de las leyes de la guerra). Miguez traza una iluminadora genealogía del concepto de práctica genocida, compara la violencia estatal “masiva” del “caso español” con las de otros Estados (incluyendo los comunistas), analiza el negacionismo como estrategia ideológica constante de las prácticas genocidas, y describe las actuaciones políticas y judiciales que se han producido en España en los últimos años relacionadas con nuestro reciente y trágico pasado. Una importante contribución a un debate que no cesa.
Alegoría
Ahora que se publica a tantos autores italianos no siempre interesantes (a veces como inevitable resultado del aterrizaje de editoriales italianas en el capital de sellos españoles), llama la atención el relativo desconocimiento que en España se tiene de la obra de Tommaso Landolfi (1908-1979), uno de los más originales escritores del Novecento. Amigo de los poetas herméticos (Quasimodo, Montale, Ungaretti, Luzi), cercano a los surrealistas y gran conocedor de la literatura rusa, Landolfi refleja en sus obras de modo singular la desazón existencial de la humanidad del siglo XX. Y lo hace en una lengua barroca y riquísima —y por ello difícil de traducir— que utiliza la ironía y lo grotesco (herencia rabelesiana) para vehicular una desalentada reflexión sobre nuestra relación con el mundo. Esos temas aparecen, una vez más, en Cancroregina (Adriana Hidalgo editora), una novela corta publicada en 1950 en la que dos personajes, un individuo cansado de la vida y un loco fugado del manicomio —especie de Mefistófeles fáustico— emprenden un viaje a la Luna en la nave que da nombre al relato (La reina del cáncer) y que constituye una especie de lugar de transición entre lo conocido y lo desconocido. Landolfi utiliza motivos superficiales de la ciencia ficción —en auge en los años cincuenta— para contarnos una alegoría sobre la angustia del vacío y la rutina y la ineludible presencia de la muerte.
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