Christian Marclay, atrapado en el tiempo
‘The clock’, una de las obras de arte más sorprendentes de los últimos años, llega al Guggenheim Bilbao
Cuando en el verano de 2012 Nueva York acogió por segunda vez The clock (El reloj, 2010), reflexión de Christian Marclay en formato de videoarte sobre el cine y la elasticidad del tiempo, se formaron colas de hasta dos horas para acceder al Lincoln Center, donde, día y noche y en un loop continuo, se proyectaba la película. Los más avispados vieron una oportunidad de negocio en guardar el sitio a ejecutivos con prisas y los mismos medios que habían saludado la pieza como “una obra maestra de nuestra época” en su estreno en Paula Cooper volvieron a hablar del hechizo que era capaz de ejercer sobre la gente corriente, lejos de los círculos viciosos de los entendidos. No es común que una creación de arte contemporáneo tenga esa capacidad de alterar el orden de una ciudad o de introducir asuntos filosóficos en la discusión pública, pero es que todo lo que rodea a The clock resulta un tanto excepcional. Estrenada en la White Cube Gallery de Londres a finales de 2010 se puede ver por primera vez en España en el Guggenheim de Bilbao (hasta el 18 de mayo).
La pieza dura 24 horas y está hecha con retazos de miles de películas
La obra es una película de 24 horas de duración hecha a partir de retazos de miles de filmes para cine y televisión escogidos no por su calidad sino porque en ellos el tiempo se hace protagonista. Bien porque la cámara enfoca un reloj que, pongamos, marca las 3.14 o las 18.09. O bien porque se puede ver a un actor referirse a la hora y el minuto del día o de la noche en el que transcurre la acción. El material proyectado en pantalla grande está sincronizado con el tiempo real. De modo que cuando una Ingrid Bergman agarrada al finísimo hilo de la cordura mira en Luz de gas cómo un reloj de cuco da las 16.55, no solo son las 16.55 en los relojes de pulsera y los móviles de los espectadores que asisten hipnotizados en la penumbra de la sala; son también las cinco menos cinco ahí fuera, lejos de la cobertura de titanio del museo, en los bares, en los estadios de fútbol o en los despachos.
De la pieza se produjo una serie de cinco, adquirida por colecciones como las del MoMA, el Pompidou o la Tate. Se convirtió en un éxito inmediato de crítica y público. Hubo quien vio un reflejo algo involuntario de las teorías que luego plasmaría Jonathan Crary en 24/7, sobre cómo el tardocapitalismo ha acabado convirtiendo en productivo cada segundo del día. Zadie Smith escribió en The New York Review of Books que esta podría ser “la mejor película que hayas visto en tu vida”. Y también se oyeron voces críticas con su "fácil efectismo".
El requisito es que en las secuencias aparezca o un reloj o se hable de la hora
Dos solicitadas copias giran desde entonces incesantemente por ciudades de todo el mundo. “Yo sabía que era una obra buena y atractiva, que tenía la capacidad de conectar con la gente, pero no podía esperar esto”, explicó el jueves en el atrio del Guggenheim Marclay (San Rafael, EE UU, 1955), creador identificado con el arte sonoro y la cultura de masas y uno de los nombres más relevantes de su disciplina en los últimos treinta años.
Hombre pausado de modales californianos, el artista es además modesto: más que atracción, el extraño ritmo interno de The clock, que trasciende al mero alarde técnico, puede provocar adicción. Así lo pudieron comprobar los asistentes a la Bienal de Venecia en 2011, donde fue galardonada con el León de Oro: en una cita con tantas cosas que ver y tan poco tiempo para abarcarlo todo, era común ver a gente que se había sentado en los sofás de cuero con esa curiosidad tan indiferente de las exposiciones colectivas salir tres o cuatro horas después con los ojos enrojecidos y haciendo planes para sacar tiempo y volver a ver otra parte de la película.
Siempre he estado obsesionado con crear el bucle perfecto”
Aquello fue la recompensa a cerca de tres años de trabajo, en los que contrató a siete documentalistas. “La idea surgió en 2007. Empecé a pensar en cómo sería armar una película de estas características, pero lo deseché por demasiado arriesgado. ¿Y si se me resistía un minuto concreto y no había forma de terminar lo empezado?”, recuerda. “Luego me mudé a Londres desde Nueva York y dado que no tenía un estudio en condiciones me pareció buena idea retomar el proyecto, para el que precisaba poco más que un ordenador”.
El equipo se repartió la cinematografía mundial por géneros y países (“era fundamental que dos no estuviesen viendo la misma película”) y peinaron los videoclubes de Londres en busca de material, lo que añade a The clock otro nivel de lectura: el del homenaje a esos lugares de alquiler de películas que caminan firmes hacia su extinción.
Empezaron por las opciones más obvias: Solo ante el peligro, la filmografía de Hitchcock, Atrapado en el tiempo... Miles de horas de visionado después, Marclay, que armó el rompecabezas del montaje, sacaría las siguientes conclusiones: las horas más cinematográficas son mediodía y medianoche (aunque todas las horas en punto resultan emocionantes en la pieza) y la más difícil resultó la franja entre las cinco y las cinco y media de la madrugada (“la ciudad aún no ha amanecido y ya no es exactamente de noche”). El Big Ben es uno de los grandes protagonistas del experimento (“¿qué mejor forma para un cineasta de indicar al espectador que está en Londres?”) y sí, sale Harold Lloyd colgado de un reloj de pared en una de las secuencias más famosas de la historia del cine (“es más o menos a las 14.45”).
“Obviamente, se trata tanto de una celebración del cine como una reflexión sobre el tiempo y su elasticidad, ahora que los relojes están tan presente en nuestras vidas, gracias a móviles y ordenadores. Pese a todo, este es el único reloj que mirarías sin perder detalle durante una hora o dos y por eso la gente estaba dispuesta a perder el tiempo para ver algo sobre el paso del tiempo”, explica. “También pretendía tratar la relación del videoarte con el espectador de un museo, que en un primer contacto nunca sabe si la pieza acaba de empezar o está a punto de terminar, se asoma un momento por la cortinilla y sigue a lo suyo. Además, siempre he estado obsesionado con el bucle perfecto”.
Esa fijación es conocida por aquellos familiarizados con la trayectoria de Marclay, que mantiene una carrera en la música experimental desde los ochenta, cuando colaboró en algunas de las piezas clave del saxofonista John Zorn. Antes de la consagración de The clock, Marclay era famoso como el creador de aquella pieza en la que una furgoneta arrastraba una guitarra enchufada a un amplificador por un camino de tierra (Guitar drag, 2000) o como el tipo que hacía composiciones asombrosas a partir de portadas de elepés. “Me temo que todos los logros anteriores han quedado eclipsados”, afirma. “Puedo entenderlo, esto conecta con la gente mucho más que mi trabajo en torno a la música, que nunca fue precisamente easy listening. Me molesta mucho más que se piense en un artista como alguien que hace lo mismo una y otra vez. Ahora dicen que soy un videoartista, cosa que no es verdad. Lo último que he hecho es una exposición de pintura el mes pasado”.
Tampoco ha cejado en su cruzada por lograr que el arte sonoro ocupe el lugar que se merece. “Los grandes museos no tienen espacios adecuados. Las salas de exposiciones tradicionales son una pesadilla acústica en toda regla y los comisarios no tienen ni idea de lidiar con una disciplina en auge. Tampoco el videoarte está bien tratado”. Las cosas podrían estar cambiando. Con The clock, el Guggenheim inaugura un espacio específico para la exposición en condiciones óptimas de lo audiovisual.
El museo abrirá toda la noche cuatro días durante la muestra
Allí, la pieza solo se proyectará en horario de apertura del museo, de 10.00 a 20.00. Las 14 horas no comprendidas en esa franja solo se pasarán cuatro días (8 y 29 de marzo, 26 de abril y 17 de mayo). Es una de las condiciones que impone Marclay para el préstamo de la obra: que se pueda ver completa algunas veces.
“Lo que nadie previó”, aclara Marclay entre risas, “es que uno de los días escogidos [el 29 de marzo] es el del cambio de hora primaveral, con lo que el ordenador que sincroniza la proyección se hará un buen lío”.
Babelia
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