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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Benditos intrusos

Diego A. Manrique
Bob Stanley, autor de 'Yeah, yeah, yeah'.
Bob Stanley, autor de 'Yeah, yeah, yeah'.

Todavía corre por ahí la boba calumnia de que los periodistas musicales son músicos frustrados. Aunque así fuera, hay ilustres ejemplos de plumillas que realizaron con fortuna la transición al escenario: Lenny Kaye, Chrissie Hynde, Neil Tennant. De manera menos visible, abunda el trayecto contrario: músicos que terminan ejerciendo de periodistas.

Tiene sentido profesional en países donde existe cultura musical y ese trabajo está valorado. En Estados Unidos, encuentras músicos que publican libros eruditos, como Ben Sidran, Elijah Wald o Ned Sublette. En Inglaterra, con una prensa todavía potente (tradúzcase “que paga bien”), son frecuentes los músicos —o ex músicos— en la trinchera del periodismo, con colaboraciones regulares y agenda estética propia.

Dos de ellos han sacado voluminosos tomos en Faber & Faber. Y se complementan a la perfección ya que representan dos extremos del arcoíris que es hoy la música popular. Copendium junta las críticas de discos que facturaba Julian Cope, centradas en el rock alucinado o experimental; el hombre de The Teardrop Explodes, recuerden, firmó trabajos pioneros sobre el rock alemán y el rock japonés.

En tiempos recientes, son frecuentes los músicos que terminan ejerciendo de periodistas

Pero hoy toca destacar Yeah yeah yeah, de Bob Stanley, conocido aquí por ser parte del grupo Saint Etienne. Urge celebrarlo ya que pretende cubrir "la historia del pop moderno"; trabajos tan panorámicos resultan extremadamente raros. Para entendernos, Yeah yeah yeah sería la musculada continuación de aquel legendario librito de Nik Cohn, Awopbopaloobop alopbamboom: una historia de la música pop.

Con 800 páginas, parece difícil que alguna editorial se decida a traducirlo. Decididamente anglocéntrico, Stanley tiende a narrar la evolución del pop como un inacabable combate de agudezas entre el Reino Unido y EE UU. Aunque me ganó al citar a Waldo de los Ríos (su arreglo de la Sinfonía nº 40 mozartiana fue nº 5 en 1971) y afirmar que forma parte de su universo particular con el mismo derecho que Laurie Anderson (O Superman) o los Marcels (Blue moon).

Stanley cubre exclusivamente la música que fue masiva, certificada por las listas. Para él, el mejor pop es efímero a la vez que eterno, gracias a una amalgama de convicción vocal, energía instrumental e inventiva en la producción. Desconfía de los ocasionales acercamientos del pop al jazz. Deplora el momento en que los elepés empezaron a ser valorados por encima del single. Rechaza el rockismo y el mito de la autenticidad.

¡Aviso! Stanley odia a los artistas que se toman a sí mismos demasiado en serio; obviamente, su propia postura es otra forma de esnobismo. Así que no se alteren cuando menosprecia a los Doors, Bob Marley, Patti Smith, Radiohead o Tom Waits (este último, ajeno a los charts británicos, es ignorado, aunque podría figurar como compositor de éxitos ajenos).

A pesar de todo, Stanley logra un efecto intoxicante. Su contagioso fervor despierta ansiedad por escuchar tantas joyas olvidadas. Tiene arte para contar las grandes historias con mirada fresca; figuras monumentales o artistas de serie B son descritos con certeros brochazos y detalles poco conocidos. Refractario a los tópicos, encuentra tesoros en las etapas supuestamente baldías.

Los que conozcan los exuberantes discos de Saint Etienne fácilmente imaginaran los subgéneros que más interesan a Stanley, de los girl groups al dance pop (aunque se muestre igualmente perspicaz en sonidos tan lejanos como el hip-hop o el post-punk). Una advertencia: se detiene a finales del siglo pasado, cuando comienza la era digital. Reconoce que su brújula ha perdido fiabilidad: las listas de venta son manipuladas por el marketing. Ya no hay puntos de referencia generalmente aceptados: la prensa musical perdió influencia e incluso la BBC multiplica sus emisoras de pop, asumiendo la fragmentación del público. Ha mutado la experiencia de consumo y apreciación del pop. Y todavía es pronto para entender plenamente cómo ha impactado eso en nuestras vidas y en la elaboración del pop.

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