La Bolivia más supersticiosa
Los bolivianos compran miniaturas de coches, fajos de billetes y títulos universitarios. Según la tradición, todo lo que uno compra, lo tendrá a tamaño real en el futuro
Desde hace años, no hay oficial de registro civil que case tanto como Saúl Vargas, 50 años, camisa clara, chaleco oscuro, pantalón elegante. Antes de dedicarse al negocio de las nupcias, Saúl vendía productos elaborados con hojalata y cuero. Ahora se ocupa únicamente de juntar parejas que aparentan ser felices y sus cifras son de récord Guinness: en las dos últimas semanas, asegura, “he presidido alrededor de 600 enlaces, de gente mayor y, sobre todo, de adolescentes”. Las bodas que oficia Saúl son ficticias y cuestan al cambio apenas cuatro euros y medio. Por su oficina, una pequeña caseta cubierta por una lona y cortinas de fantasía, han pasado italianos, japoneses y chilenos, pero su clientela más fiel está conformada por bolivianos. Parece lógico, ya que estamos en el corazón de la Feria de la Alasita, un espacio singular en mitad de la ciudad de La Paz con una particularidad única: todo lo que ofrecen sus puestos de venta es diminuto.
Dice la tradición que lo que adquieres en el recinto artesanal —que abre sus puertas cada 24 enero y las cierra a finales de febrero— es un reflejo de tus esperanzas, de los sueños que quisieras volver realidad en los siguientes meses. Si lo que esperas es un auto de verdad —a tamaño natural—, deberás comprarte uno de los vehículos de lujo más pequeños que la palma de una mano que se exhiben en muchos de los stands que entusiasman al público; si lo que ansías es casarte pronto, necesitarás un certificadito de matrimonio de apenas unas pulgadas, como los que ofrece Saúl —ceremonia incluida—en su despacho de unos pocos metros; si prefieres enriquecerte, volverás a casa lleno de dólares menudos; y si te conformas con un hogar bien abastecido, seguramente acabarás buscando productos chiquititos de primera necesidad, como sal, arroz, azúcar o fideos. Lo más solicitado, según los vendedores, son los fajos de papel moneda, que garantizan que no falte dinero en la casa durante el año, y también salen bastante los negocios—carnicerías, peluquerías, zapaterías— y las botellas de trago. Todo en miniatura, claro.
Para ser bendecido por la esquiva fortuna tienes que encomendarte luego al Ekeko, símbolo de la abundancia en la cultura andina, una figurita chata y barrigona de la que cuelgan decenas de objetos, y la responsable de que nuestros deseos se cumplan.
Según el sociólogo David Mendoza, los orígenes del Ekeko son inciertos. “Es un personaje que nació a partir de mitos y leyendas y que ha ido evolucionado con el tiempo. Antes, era caracterizado como un enano jorobado con un gran falo erecto y era bastante requerido por las mujeres. Durante la colonización, los españoles lo nombraron dios por equivocación, pero no se se trata de un ser superior. Es más bien una especie de amuleto cuya presencia obedece a la necesidad de prosperidad de toda una comunidad”.
Hace varias décadas, el famoso fetiche que preside la Alasita se elaboraba con jabón, bronce, madera o vidrio. Ahora, sobre todo, con arcilla o yeso. Aunque los hay de toda medida, predomina el de 20 centímetros. Sus facciones son más mestizas que indígenas —tez clara, mejillas rosadas, cejas pobladas, bigote escueto—. Suele lucir el poncho y el sombrero de ala típicos del Altiplano y va acompañado de bolsitas que, a modo de alforjas, contienen cigarrillos, hoja de coca, billetitos enrollados y, a veces, aparatos más modernos, como teléfonos móviles, ordenadores o televisores minúsculos.
Tener uno, sin embargo, no siempre es sinónimo de buena suerte. “Al Ekeko hay que arrimarse con fe y hay que atenderlo —advierte Mendoza—. Sólo así hará realidad los anhelos de sus propietarios. No se puede guardar en casa como si fuera obra de arte. Uno debe charlarle, hacerle fumar los viernes y preocuparse por él, porque es celoso. Si uno está a punto de emparejarse, lo recomendable es pedirle permiso antes. Y cuando no se le hace caso, según comentan, suele generar problemas a la familia que lo posee”.
Pese a su fama, en el tenderete de Luis Anívarro, de 54 años, lo más cotizado no son los ekekos, sino los gallos y gallinas de cerámica, que supuestamente ayudan a los desesperados a encontrar a su media naranja. “Los blancos son para los solteros, los rojos para los que buscan el amor de alguien concreto y los negros para los viudos. Pero funcionan sólo si alguien te los regala”, explica el comerciante. Colgados con pinzas sobre una cuerda, Anívarro exhibe además los periodiquitos de Alasita, que analizan la actualidad política y a sus protagonistas con ironía, burla y cierta mala leche. Y también vende vivienditas unifamiliares, titulitos universitarios de un sinfín de especialidades y la que ha sido bautizada como “maletita del millón”, que contiene dinero, pasaportes, pasajes de avión, tarjetas de crédito y todo lo que podría demandar un viajero inexperto.
Si uno cumple con el ritual, es decir, si después de hacer sus compras, lo ofrece todo con devoción al Ekeko, el éxito está garantizado. Al menos, según Saúl, el falso oficial del registro civil en el que muchachos y muchachas hacen fila con ilusión todas las tardes. “Aunque mis casamientos no tienen validez legal, yo he tenido muchos casos de enamorados que poco después se han unido en serio; y lo bonito es que algunos me han invitado a formar parte de ese momento —recuerda—. Y también me llegan reclamos de vez en cuando. Ayer mismo una señora se quejaba porque el año pasado atendí a su hija y a su novio en la Alasita y ahora la chiquita está casada y embarazada”.
Güisqui, cigarrillos y marihuana
En una habitación con olor a húmedo, repleta de muebles y cuadros de siglos pasados, Javier Núñez de Arco, anticuario y coleccionista, guarda dos ekekos centenarios. Javier tiene 62 años —él comenta que “son 18 bien usados”—. Dice no ser supersticioso, pero cumple con la tradición y, de vez en cuando, convida a cigarros a sus idolillos para que estén contentos. “En ocasiones, les doy incluso marihuana”, bromea, y luego suelta una profunda carcajada. Otros, como el fotógrafo Patricio Crooker, suelen invitar al suyo güisqui Etiqueta Negra. “Me gusta premiarlo cuando consigo un buen trabajo”, subraya.
Los de Javier están hechos de estuco y tienen el morro quemado de las muchas colillas que han apurado calada tras calada. Uno es de 1890 y el otro, calcula, de 1900. El primero lleva un manta de vicuña y va acompañado de jarritos de plata. El segundo luce un gorro de ese mismo material y apenas asoma la cabeza: está rodeado de trastos.
El de Crooker es también una pieza extraña: se lo regaló su padre en la época de la hiperinflación (1982-1985) y el papel moneda que cobija contiene decenas de dígitos
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