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Columna
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Incluyentes y excluyentes

Enrique Vila-Matas
El escritor francés Paul Valéry.
El escritor francés Paul Valéry.

La existencia vagabunda de dos tipos de escritores: los incluyentes y los excluyentes (generosos y rácanos). En la atmósfera cerrada de los excluyentes –que serían una especie de “nacionalistas” de la literatura- encontramos a Paul Valéry, por ejemplo, flagrante caso de escritor siempre incómodo ante cualquier movimiento de una inteligencia que no sea la suya. Fue Julien Gracq quien observó que Valéry leía a sus contemporáneos con recelo, pues en cuanto notaba que alguien pensaba al margen de él, se sentía agredido, como si creyera que le invadían su espacio vital, como si fuera una insolencia el sedimento de cualquier pensamiento foráneo.

Si en Valéry se daba ese sombrío exclusivismo mental, en alguien como su amigo André Gide podía observarse el fenómeno contrario: sólo se animaba con sus lecturas, y era capaz de cualquier cosa con ellas. De algún modo recuerda a Roberto Bolaño, de látigo suelto, pero siempre más proclive a sumar que a restar: llegó incluso a encontrar una fórmula para que en Argentina congeniaran poéticas tan opuestas como las de Borges y Cortázar.

Los excluyentes (que otros llaman “los cuadriculados”) parecen sometidos por un clima general de pura asfixia. Entre los incluyentes hay más aire, se respira generosidad y apertura a las poéticas de tanto don nadie, siempre pensando (como Bolaño) que en el fondo no hay nada que no merezca ser narrado. Los incluyentes podrían ser vecinos del Kafka de Descripción de una lucha: “¡Cuente de una vez esas historias! Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo, desde el comienzo hasta el final. Menos no pienso escuchar. Es el conjunto lo que me fascina”.

Tal vez Borges sea el prototipo máximo del narrador que aspira a acceder un día al “fascinante conjunto”. Al contrario de los escritores “muy serios” de su época (Mann, por ejemplo), Borges incluía más que excluía, y así, al tiempo que nos sugería asomarnos al difícil Schopenhauer o recuperaba a Schwob, nos invitaba a de todos modos no desdeñar las vulgares enciclopedias… El tribunal del tiempo no sólo ha premiado su acogedora actitud hacia las escrituras ajenas, sino que ha sancionado la sordidez de Valéry y demás ingenieros finos de la racanería.

Es más, si en su momento Valéry pudo parecer un contemporáneo y Borges un anacrónico, en la actualidad Valéry tiene un aire prehistórico y a Borges en cambio le percibimos como habitante del futuro: no en vano su obra aconseja el viaje al Universo (que otros llaman la Biblioteca), las conexiones magnánimas con la inteligencia ajena, la consulta de otros mundos narrativos y otros ámbitos, el diálogo con ellos. Es probable que éste sea el mejor método para aspirar al “fascinante conjunto”. Para aspirar a que, en una sorprendente tarde de los días del porvenir, culminando tantos esfuerzos de siglos, un escritor concluya la gran aventura universal de la generosidad lectora y pase de repente a contárnoslo todo –han oído bien: todo-, desde el comienzo hasta el final, incluido el verdadero destino de Borges y el nuestro.

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