Claudio Abbado: la vida es bella
El director italiano fue uno de los más grandes líderes musicales de su generación
Conmueve que los telediarios (italianos), en un mundo tan vulgar, abran con la muerte de Claudio Abbado, músico y senador vitalicio desde agosto pasado. Era el mejor de su generación. No fue el que tenía mejor técnica de dirección, ni el que profundizaba más en las obras, ni el que obtenía el sonido último y más profundo de las orquestas, pero era el más generoso y tenía unas cualidades humanas y musicales descomunales que le hacían sobresaliente entre los brillantes, príncipe en el Olimpo y el mejor lider musical entre las centurias europeas del cambio de siglo.
Hace una glaciación, unos treinta años, una panda de tifosi trasnochábamos junto al Real para conseguir entradas de estudiante en los conciertos de Giulini y de Claudio Abbado, gracias a Alfonso Aijón, y teníamos que sortear a la reventa organizada que se plantaba en taquilla con un maletín lleno, para quedarse con todo el aforo. Comenzaba la Transición y aunque no había móviles ni Internet, éramos felices. La policía ya no detenía a cuarenta locos que se reunían y concentraban doce horas de cola al raso del invierno madrileño, para escuchar a Giulini y Abbado aún en el Real, cuando en las butacas de anfiteatro (hoy infierno) todavía cabían las piernas.
Sabíamos de Abbado por sus discos ya editados por miles desde su precoz lanzamiento en Salzburgo con apenas 30 años. Supimos que Claudio y Maurizio Pollini eran simpatizantes del PCI cuando Berlinguer predicaba el eurocomunismo e intentaba la cuadratura del círculo. En los setenta daban conciertos en las fábricas, sobre todo en Lombardía, Emilia Romagna y Píamonte. Claudio Abbado, lanzado al estrellato junto con Mehta, condiscípulo de Swarowsky en Viena, combinó a la perfección el estrellato en el mercado y la fraternidad en las ideas. La Scala, la London Symphony y la Filarmónica de Berlín fueron sus titularidades más notorias. En años posteriores y hasta nuestros días se dedicó a trabajar con los más jóvenes fundando orquestas juveniles de la Unión Europea e Italia, o patrocinando y apoyando a los formados en Venezuela con el doctor Abreu, de quien solo hablaba maravillas.
A finales de 2008, en una entrevista al Corriere, dijo que solo volvería a dirigir en la Scala de Milán por un caché en especie: noventa mil árboles. En noviembre de 2010, en RaiTre, junto a Roberto Saviano y Fabio Fazio, leía un manifiesto de diez razones por las que era imprescindible no hacer recortes en cultura. Empezando por que “la cultura enriquece siempre”, “está contra la vulgaridad y permite distinguir entre el bien y el mal”, terminó diciendo que “la vida es bella” (y buscaba en el plató de televisión a Roberto Benigni).
Los que hemos admirado sus interpretaciones de Luigi Nono, Berg, Rossini, Boris Godunov, Macbeth, Don Carlo, su Simon Boccanegra, sus sinfonías de Mahler, sus conciertos con Gulda, Pires, Serkin, en fin, con Maurizio Pollini y, al final de su vida, con la Orquesta Mozart comprobamos que era siempre mejor en vivo que en disco, porque la empatía que tenía con sus orquestas —que le adoraban— era difícilmente igualable por cualquiera de sus colegas. Su amabilidad de carácter y su gran capacidad concertante no le impidió tener salidas incómodas de algún teatro de opera o discrepancias irreconciliables con alguna solista de piano. Los locos que trasnochamos por una entrada estaremos siempre agradecidos a Giulini, a Celi y a Abbado pues, pese a los mequetrefes, mediocres y mamarrachos que nos circundan, a pesar de las lágrimas que vertemos por la maldad y la deslealtad de algunos, la vida es bella. Y el maestro Abbado nos hizo la vida (más) bella.
José Miguel Rodríguez Tapia es catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Málaga.
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