Dedicado a los jueces en la sombra
La obra minimalista 'Distancia siete minutos' llega al teatro madrileño La Abadía El espectáculo narra la vida cotidiana de un magistrado anodino
Hay jueces que investigan al partido que gobierna un país y a su supuesta caja b. Otros imputan a miembros de la familia Real. Pero la aplastante mayoría silenciosa de los hombres de toga recorre un periplo de más de 10 años de estudios, oposiciones, prácticas etc. para acabar juzgando a un vecino especialmente sensible a los ruidos del que vive al lado o a dos personas que convirtieron el amor que sintieron un día en una pelea ante un juzgado. A todos ellos más que a los jueces mediáticos está dedicado Distancia siete minutos, el espectáculo que Diego Lorca y Pako Merino, los dos actores de la compañía Titzina, interpretan y dirigen desde ayer y hasta el 19 de enero en el teatro madrileño La Abadía.
De hecho, el protagonista de la obra es precisamente uno de esos jueces del día a día. Obligado a abandonar su casa y a volver al hogar familiar, el tal Félix se arrastra entre su nada fascinante cotidianeidad en los juzgados y la improvisada convivencia con su padre, tal vez menos atractiva aún. “A menudo percibimos a los jueces como unas entidades al margen de todo, imparciales, sin vida ni sentimientos. Pero quisimos descubrir su día a día y decidimos retratar a un personaje infeliz, que haya estudiado 14 años para luego escuchar a un imputado que ha robado un peluche en un centro comercial”, cuenta Lorca.
En concreto, el actor interpreta a Félix, aunque tampoco es que sea cuestión de encajar especialmente en el papel. Por lo visto, la razón principal es más bien el azar. “Lo importante es la historia. Cuando surgen los personajes nos sentamos a una mesa y nos los repartimos: ‘A ti unos pocos. A mi otros”, relata Merino. La misma sencillez se reproduce en los cambios de un rol a otro. Los actores modifican la actitud, la manera de hablar, quizás la voz. Pero en el escenario el público sigue viendo a la misma persona, vestida de la misma idéntica manera, tan solo interpretando a otro personaje. “Nuestra puesta en escena siempre ha sido minimalista. En este caso quizás más todavía. Queremos que la gente imagine los lugares y las situaciones”, aclara Merino. Traducido, significa que la escenografía se reduce a un sofá y dos mesas que, si hace falta, se pueden convertir en pizarras.
Detrás de tan sencilla apariencia, hay sin embargo un año de escritura e investigación de campo. Una vez establecido que el tema central iba a ser la felicidad y su ausencia, los dos creadores de Distancia siete minutos acudieron a expertos en ambas materias: asistieron a un Congreso Internacional sobre la Felicidad, organizaron un taller de teatro en la prisión La Modelo de Barcelona y se entrevistaron con personal jurídicos de juzgados de Barcelona y Cerdanyola del Vallès. Y, de paso, concluyeron que el gran problema muchas veces consistía en la falta de comunicación.
Así se explica –sí, cuesta entenderla- la sorprendente y peculiar relación de la obra con Curiosity, el robot que la NASA lanzó el 26 de noviembre de 2011 a conocer Marte y que hace de hilo conductor del espectáculo. “Buscamos cosas nuevas a 500 millones de kilómetros pero seguimos con los mismos problemas cotidianos”, es una de las razones, según Lorca. Otra es que, al acercarse el robot al suelo del planeta rojo se descubrió que tenía un error de software. El fallo produjo un dilema: ¿convivir con ello o intentar cambiarlo? Un debate que el juez de la obra traslada a su vida.
Hay, finalmente, también un tercer parecido, que lleva hasta el nombre del espectáculo. El aterrizaje del Curiosity sobre Marte, el 6 de agosto de 2012, vino precedido de unas complejas maniobras de acercamiento. El vieja para entrar en la atmósfera del planeta y posarse con éxito sobre su tierra no permitía el más mínimo margen de error. Por eso, con cierto dramatismo, la distancia hasta el contacto fue bautizada como “los siete minutos del terror”.
Babelia
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