Manuel de Unciti, periodista y misionero
Fue redactor de ‘Ya’ y escribió en revistas religiosas que estaban en la vanguardia a finales del franquismo y en la Transición
Imposible pensar que la quietud se apoderó del cuerpo de Manuel de Unciti, cuando nada podía detenerle, siempre con un dinamismo que apabullaba a quienes se relacionaban con él, incluidos los más jóvenes. Imposible seguirle en las actividades diarias que realizaba como profesional de la prensa, como sacerdote, como director de una residencia de estudiantes de periodismo. Le encadenó paulatinamente la enfermedad pulmonar que en los últimos años le redujo a la práctica inmovilidad en el salón de su casa, pero aun en esas condiciones, atado al oxígeno, continuaba escribiendo libros y artículos (para El Correo y Reinado Social) y, sobre todo, preocupándose por todos aquellos periodistas que convivieron con él y a los que seguía de cerca, aunque fuera mediante el teléfono, un artilugio del que siempre había abominado.
Manuel de Unciti (San Sebastián, 1931) estudió en el seminario de Vitoria y después se especializó en Misionología en Roma, pero abandonó el doctorado cuando cayó en la cuenta de que por ese camino “me veía vestido de rojo y con el título de monseñor”. Cursó estudios de pastoral, mientras atendía a emigrantes en París, pero se vino a España para estudiar en la Escuela Oficial de Periodismo, porque en las Obras Misionales Pontificias, las que potenciaron sus grandes maestros vascos (Sagarmínaga, Goiburu, Larrauri), necesitaban un periodista con carné. Allí ejerció la animación misionera y dirigió sus revistas. Fue un misionero frustrado y, precisamente porque se sentía incapaz de vivir en un poblado africano o asiático, admiraba profundamente a quienes entregaban su vida a la evangelización y promoción social de aquellos países.
A esta actividad dedicaba escritos y conferencias, pero su día laboral se completaba tarde y noche con la dedicación a la prensa. Fue redactor religioso del diario Ya, para el que preparaba cada día la sección Iglesia posconciliar, hasta que optó por pedir la baja, un cuarto de hora antes de que le echaran, pues su talante progresista no era del agrado de quienes en un momento determinado tomaron las riendas de la Editorial Católica (1980). Escribía para las revistas religiosas que estaban en la vanguardia durante los años finales del franquismo, en la Transición, en los tiempos de asentamiento de la democracia. Nunca fue el cronista preferido de los obispos, ciertamente, pero le otorgaron dos veces el premio ¡Bravo!
Fundó la Residencia Azorín, donde
Si lo anterior fue vivido con intensidad, se volcó especialmente en la Residencia Azorín, que creó para formar a un grupo de alumnos de periodismo, como profesionales y como cristianos. En un chalé del distrito madrileño de Chamartín convivió sucesivamente con docena y media de estudiantes durante casi 40 años, con el resultado de unos 250 periodistas, algunos jubilados ya, que se hallan desperdigados en medios de comunicación de toda España (varias veces intentó la policía franquista cerrarla). Sus ingresos iban destinados íntegramente a mantener aquella costosa estructura y el tiempo se alargaba en comidas y tertulias para exponer, escuchar, polemizar (en lo que era maestro). Su parroquia era esa, tan atípica, aunque su mentalidad le impedía adoctrinar a nadie: más bien ofrecía aquello que le rebosaba del corazón, siempre fiel a su sacerdocio, pero rebelde hasta el último día en la búsqueda de una Iglesia renovada.
Este recuerdo emocionado es el de todos los compañeros que recibimos durante cuatro o cinco años el regalo de su entrega generosa, pero que ya nunca se alejó de nosotros en una entrañable relación paternofilial que no podrá vencer su muerte.
Juan Cantavella es periodista y catedrático de Periodismo en la Universidad CEU San Pablo (Madrid).
Babelia
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