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OBITUARIO

Rossana Podestà, reina del péplum

Protagonizó superproducciones de Hollywood y películas de 'serie B' en Italia y será recordada por imponerse a Ava Gardner y Elizabeth Taylor en el 'casting' de 'Elena de Troya'

Rossana Podestà, actriz italiana, en 1956.
Rossana Podestà, actriz italiana, en 1956.CORDON

Rossana Podestà, la pin up italiana que protagonizó tantas películas péplum en los años cincuenta y sesenta, murió en Roma a los 79 años. Su vida cambió el día de 1955 en el que el director Robert Wise la prefirió —ella, que ignoraba por completo el inglés, con apenas 18 años, sonrisa de niña y cuerpo de mujer— a estrellas de Hollywood como Ava Gardner, Lana Turner y Liz Taylor, para el papel de la protagonista en Elena de Troya. Aquella cinta, sus batallas, duelos, bacanales, besos y lágrimas se rodaron en los estudios de Cinecittà y coronaron a Podestà reina del género de las aventuras mitológicas.

Su fresca sensualidad se hizo indispensable en las superproducciones norteamericanas filmadas en Italia, tras la II Guerra Mundial, los sandaloni, como se llamaban en la capital, cuando de boca en boca rebotaba la noticia de un rodaje y enjambres de buscavidas acudían a las puertas de Cinecittà con un par de sandalias en la mano y el hambre en la barriga. Entre la ruidosa humanidad de los figurantes, los dioses del Olimpo y los héroes sin manchas, ella era la diva, en la pantalla y fuera de ella.

Carla Dora Podestà, alias Rossana, nació en junio de 1934 en Trípoli, cuando Libia formaba parte de los dominios del Reino de Italia. Con el conflicto mundial el país perdió sus colonias y muchos italianos de África tuvieron que desplazarse a la península. Los Podestà aterrizaron en Roma. Mona, lozana, graciosa e insolente, inocente y maliciosa a la vez, como una Lolita, no fue difícil para esta muchacha que aún frecuentaba el instituto destacar en los castings que animaban entonces la ciudad.

El primero en notarla fue el director Léonide Moguy, nombre casi olvidado de la cinematografía, que a mediados del siglo pasado firmó dos películas míticas sobre los adolescentes (con títulos en italiano, a pesar de ser ruso, y trabajar entre Francia y EE UU): Domani è troppo tardi (1949) y Domani è un altro giorno (1951). Rossana se incorpora en el segundo. “Siendo actriz”, declaró luego a la revista Época, “me ganaba dos duros, pero mi verdadera vida era otra”. Es el primer papel de una carrera que llegó a los 60 hasta mediados de los años ochenta.

En 1953 su sensualidad carnal centra, y a la vez altera, La Red, del mexicano Emilio Fernández. El año siguiente, hechiza al público —y no solo a los apasionados de intrigas mitológicas— en la piel de Nausicaa, en el Ulises de Mario Camerini, protagonizado por Kirk Douglas. A la vez, cabalga la ola del llamado “neorrealismo rosa”. Es la época de Guardie e ladri, de Steno (Stefano Vanzina) y Mario Monicelli (1951); Gli angeli del quartiere, de Carlo Borghesio (1952); Le ragazze di San Frediano, di Valerio Zurlini (1954). Apenas veinteañera, Rossana es una chica de portada. No tarda mucho en decidir que su porvenir estaba escrito en el cine.

La vida de la diva Rossana Podestà acabó pareciéndose a las aventuras de fuego y pasión que interpretaba, que fueran ambientadas en el mito o en la realidad más apremiante. Su aventura personal no fue menos poética, ni menos literaria. En 1954 se casó con Marco Vicario, con el que rodó en España Playa prohibida. Vicario la dirigió en varias películas, que contribuyeron a esculpir la fama de su guapa esposa más que marcar hitos en la historia del séptimo arte: Le ore nude (1964), Siete hombres de oro (1965), El gran golpe de los siete hombres de oro (1967), Il prete sposato (1970), Homo eroticus (1972), Paolo il caldo (1973).

A principios de los ochenta, llegó otro romance: ya divorciada, en una entrevista Podestà contesta a bote pronto a una pregunta bien manida: ¿Quién te llevarías a una isla desierta? “Me iría con Walter Bonatti”, declaró la actriz pensando que tener a un conocido escalador y explorador como compañero sería lo más apropiado para una aventura exótica. Bonatti le escribió una carta que más o menos se podría resumir en la siguiente frase: “¿Cuándo salimos?”. Ella contestó con su número de teléfono. Él la llamó y dijo que estaría libre en unos meses. “Ah, ¿esto es lo mucho que te intereso?”, se negó ella. El Rey de los Alpes volvió a llamar. La cita se fijó para el día después. Era el 2 de junio de 1981, Roma estaba celebrando la fiesta de la República. Desde aquella primera comida, ya no se separaron hasta la muerte de Bonatti, en 2011. Ahora ella le alcanza, en un epílogo perfecto para un poema épico, donde solo la muerte puede con tanto amor.

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