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Max Hastings: “La guerra del 14 y la del 39 no son distintas moralmente”

El historiador, uno de los grandes especialistas en la Segunda Guerra Mundial, visita por primera vez las trincheras y el frente de la Gran Guerra con '1914, el año de la catástrofe'

Soldados franceses con máscaras antigás, en las trincheras.
Soldados franceses con máscaras antigás, en las trincheras.roger-viollet

El historiador Max Hastings (Londres, 1945), uno de los grandes especialistas en la Segunda Guerra Mundial, visita por primera vez las trincheras y el frente de la Gran Guerra con 1914, el año de la catástrofe (Crítica). Es un libro mucho más militar y con menos sutilezas que el de Margaret MacMillan pero con la acostumbrada carga de malicia, inteligencia, sentido del humor y conocimiento del medio bélico que caracteriza al autor. En contraste con el de su colega, en el 1914de Hastings las balas silban pronto, y de lo lindo. A destacar el novedoso relato de la brutal invasión de Serbia por el ejército austrohúngaro —Hastings recalca que los serbios fueron los que proporcionalmente sufrieron más bajas en la contienda— y la descripción de los tremendos fallos y las limitaciones de los generales de ambos bandos —de John French, el comandante de la Fuerza Expedicionaria Británica dice sin ambages que era “estúpido hasta la saciedad”—. También la afirmación de que el célebre plan Schlieffen que se suponía daría la victoria rápida a Alemania era “fantasioso” y no podía funcionar de ninguna manera en un mundo en el que se había producido una revolución en el poder destructivo de las armas pero se encontraban aún muy atrasadas las tecnologías del transporte y la comunicación. De hecho esa paradoja, recalca, es lo que convirtió la I Guerra Mundial en un infierno estático de barro y trincheras.

Como es habitual en él, Max Hastings se muestra genial en la descripción de la experiencia del combate y en la selección de testimonios y anécdotas. Una de las características esenciales (y sorprendentes) de su visión de la Gran Guerra es que no cree que perteneciera a un orden moral distinto que la Segunda. Es decir que para él no hubo una “mala guerra” y una “buena guerra”", una guerra que fue solo una masacre inútil y otra que era necesaria (para acabar con los nazis). Considera que en ambos casos había que librarlas para detener a los alemanes, cuyas intenciones juzga tan malévolas en una contienda como en la otra. “Basta con ver la lista de la compra del Kaiserreich en agosto de 1914, todo lo que pensaban adquirir”, justifica. “Iban a anexionarse grandes pedazos de Rusia y Francia, Luxemburgo, a convertir Holanda y Bélgica en estados vasallos… una lista terrible”. Hastings prosigue: “Es difícil hoy persuadir a la gente de que detener a los alemanes en la Gran Guerra fue una causa que mereció la pena, predomina la idea de los poetas —Owen, Sasoon— de que fue una carnicería absurda, pero basta con pensar en cómo habría sido Europa de vencer las potencias centrales. Muchos critican la Paz de Versalles porque, dicen, fue cruel con los alemanes, no imaginan el tipo de paz que hubiera impuesto Alemania. La libertad, la justicia y la democracia europeas habrían salido muy perjudicadas”.

Para el historiador, además, la culpa de la guerra recae especialmente en Alemania. “Se puede discutir si fue la responsable del estallido, pero no el hecho de que si había una potencia que podía haber detenido el mecanismo que llevó a la guerra era Alemania. La gran ironía es que si no hubiera ido a la guerra entonces su dominio sobre Europa habría quedado asegurado en veinte años, por razones industriales”.

Le pregunto si cree que el káiser —cuya estatua de cera se trasladó en el museo de madame Tussaud en Londres al empezar la guerra de la Galería Real a la Cámara de los Horrores (lo cuenta él)— y Hitler son comparables. “La comparación es posible. Recientemente, grabando un programa con MacMillan en Versalles ella me dijo: ‘¿No es paradójico que nadie perdonaría nunca a Hitler por loco pero que al káiser sí se lo disculpe por la misma causa?’. El káiser dirigió cosas terribles como las masacres en África y el asesinato sistemático de civiles en Bélgica en 1914. Y tras la batalla de Tannenberg quería enviar a los prisioneros rusos a la península de Curlandia y dejarlos morir allí de hambre. Nos empeñamos en ver al káiser como una figura ridícula más que malvada. Tenía aspectos ridículos, pero también los tenía Hitler”.

Para Hastings, el elemento bélico que define más la I Guerra Mundial no es la ametralladora, el aeroplano o el gas, sino ¡la alambrada! “El descubrimiento de que se podía usar en la guerra como con los animales, para bloquear el paso de los soldados fue extremadamente relevante en la lucha”. Le pregunto quién considera que es el personaje más representativo de la I Guerra Mundial. ¿Joffre? ¿El Barón Rojo? ¿El almirante Fisher? ¿Lawrence de Arabia? “¿Lawrence? ¡No era representativo más que de sí mismo! No, quizá ese veterano que cito en el libro, Henry Mellersh, que escribió: ‘Yo y mis compañero entramos en la guerra esperando una aventura heroica y con una firme confianza en la rectitud de nuestra causa; acabamos terriblemente desilusionados en cuanto a la naturaleza de la aventura pero convencidos aún de que nuestra causa era correcta y de que no habíamos luchado en vano”.

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