Dos noches de verano
De las muchas cosas interesantes que contiene El arte de leer (Lumen), la suculenta antología de textos de Auden editada por Andreu Jaume, me ha llamado especialmente la atención un texto que forma parte del prólogo que el poeta escribió en 1964 para el libro The Protestant Mystics, de Anne Freenman. Poco dado a la confidencia, Auden rememora una cálida noche de verano de su juventud, cuando daba clases en Downs School, en Colwall, en el condado inglés de Herefordshire. Está sentado en el césped del campus con tres colegas, dos hombres y una mujer. No son íntimos. No se sienten sexualmente atraídos. No han bebido. Están conversando cuando algo “repentino e inesperado” empieza a suceder. Resumo sus palabras, en traducción de Juan Antonio Montiel: “De pronto me sentí inundado de un poder irresistible: por primera vez en la vida supe con exactitud lo que significaba amar al prójimo como a mí mismo. La existencia de cada uno adquirió un inmenso valor, y yo me regocijé en ello”.
Le avergonzó luego recordar las muchas ocasiones en que se había sentido “vengativo, egoísta y pretencioso”, pero sabía que, mientras se sintiera poseído por aquel espíritu, le resultaría “literalmente imposible herir a otro ser humano”. Sabía también que aquel poder tarde o temprano desaparecería, y que cuando así fuera "mi codicia y vanidad regresarían". Concluye: “El recuerdo de aquella sensación no me ha impedido aprovecharme de otros seres humanos grosera y frecuentemente, pero ha hecho mucho más difícil que me engañe sobre lo que de verdad pretendo cuando lo hago”. Y también influyó, señala, “en mi regreso a la fe de mis padres, aunque en la época en que ocurrió estaba alejado de ella”.
Lo que más me admira de Auden es su valentía moral
La iluminación de Auden me parece muy bella, muy clara y muy bien expresada, pero lo que más me admira es su valentía moral: muchos lo pensarían dos veces antes que revelar algo así, por miedo a que les tomaran por ingenuos o, cosa mucho más peligrosa, por buenas personas.
Luego volví a leer Una noche de verano, el famoso poema al que dio lugar este episodio, escrito en junio de 1933 (es decir, muy poco después), y, para mi sorpresa, observé que su asunto no es la piedra angular de la doctrina cristiana sino, a mi entender, la evocación de un momento de plenitud, de exaltación vital, contrapuesto a la conciencia, espolvoreada con una pizca de culpa, de las turbulencias que conducirían a la guerra.
Cito, en desorden, unos pocos versos que me parecen significativos, tomados de la antología Canción de cuna y otros poemas (Lumen), seleccionada y traducida por Eduardo Iriarte: “Esas noches en las que el miedo no miraba el reloj… y la Muerte cerraba su libro”, “Jardines donde nos sentimos seguros”, “No nos molestamos en averiguar hacia dónde arrumba Polonia su proa oriental” o “Pronto, pronto, a través de los diques de nuestra satisfacción, el torrente devastador abrirá una brecha”.
¿Por qué no abordó entonces su iluminación? Puede ser, desde luego, que sus sentimientos no fueran los mismos en 1933 que en 1964, es decir, que los percibiera retrospectivamente, aunque me permito dudarlo. La otra opción es que en 1933 no le apeteciera escribir sobre ellos, por la razón que fuera: no los tenía claros, chocaban con su perfil público, o desentonaban en el conjunto de un libro inminente. Da lo mismo.
Auden es uno de mis poetas de cabecera, y Una noche de verano es, sin duda, un poema hermoso y sensual, con poderosas imágenes, con ritmo y eufonía, aunque, ahora que nadie nos oye, prefiero el texto que aparece inesperadamente incrustado, “revelado”, casi podríamos decir que escrito al desgaire (si es que Auden escribió algo al desgaire alguna vez) en mitad del prólogo al ensayo de Anne Freemantle: me parece mucho más vivo, más rico y más conmovedor, quizás porque yo, tal vez por orgullo gremial, acabo prefiriendo siempre la narración a la poesía, aunque sea estupenda.
Babelia
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