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el hombre que fue jueves
Columna
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Esperando a Lena Dunham

La creadora de 'Girls' podría ser la hija de James Gandolfini. Y como escritora cabría imaginarla como sobrina de Larry David

Marcos Ordóñez
El reparto de Girls con Lena Dunham (segunda por la derecha).
El reparto de Girls con Lena Dunham (segunda por la derecha).

Estoy contando los días para que llegue (12 de enero, Canal +Series) la tercera temporada de Girls. Admiro rendidamente a Lena Dunham, un talento descomunal que con veintisiete años escribe, protagoniza, y ha dirigido y coproducido varios episodios. Genealogías paralelas: cuando mira de frente podría ser la nieta de Maureen Stapleton; cuando mira hacia abajo (o de lado), la hija de James Gandolfini. Como escritora no sería difícil imaginarla como sobrina de Larry David. O de su padrino Judd Apatow, que le dijo “Trabajemos juntos”, y llevó Girls a la HBO.

Admiro el talento de los diálogos, de los intérpretes, de la puesta en escena. Viendo Girls recordé lo poco que me creía aquellas novelitas de adolescentes neoyorquinos de finales de los ochenta (Menos que cero, de Brett Easton Ellis; Luces de neón, de Jay McInerney) que fueron lanzadas como presuntas biblias generacionales. No podía con ellas, sus personajes se tomaban terriblemente en serio, a cada paso estaban diciéndonos “qué sensible soy, mira como sufro, el mundo me debe una explicación”.

De Girls me lo creo todo, o casi todo. Me gusta Lena Dunham porque su mirada de comedia puede pasar, en cuestión de segundos, de la carcajada al hielo, como sucede siempre que nos retratan con ojo clínico. Me gusta el equilibrio entre el humor y el constante fondo de desolación. Me gusta que la serie no sea complaciente, empezando por su protagonista, Hannah Horvath (Lena Dunham), inaguantable, ultraneurótica, egoísta, irresponsable, con una radical inhabilidad para la vida práctica, pero también inteligentísima, sincera, lúcida, llena de vida y de encanto, y muy, muy graciosa. Girls no es complaciente con ningún personaje, ni padres ni amigas ni novios, ni con su “público potencial”, y, loados sean los dioses, tampoco es cínica. ¿Será el apellido Horvath un homenaje a Ödön von Horvath, el gran dramaturgo austrohúngaro que decía “Sé cómo somos los humanos, con todas nuestras mezquindades y nuestra ignorancia, y amo a la gente”? Podría ser: en la universidad, Lena Dunham era un fan absoluta de Fassbinder, y Fassbinder reverenciaba a Von Horvath.

Me creo a esos personajes que se equivocan continuamente, que se engañan, que eligen mal, que caen y siguen adelante. No hay clichés del estilo “las chicas son listas, los chicos son como críos”. No, Dunham es muy democrática: hay errores para todos e inteligencia para todos. No hay perfiles inmutables: a cada episodio vamos viendo nuevas capas de cada uno.

Girls tenía (y me temo que sigue teniendo) todos los números para ser mirada por encima del hombro. ¿Cuántas veces habré oído lo de “Ah, sí, la versión hipster de Sexo en Nueva York”? Olviden eso, nada que ver. Las protagonistas son veinteañeras (con un pie hacia los treinta) que viven en Brooklyn y subsisten con trabajos basura (becarias eternas, camareras) en pisos desastrados, con escasas perspectivas de futuro. El sexo sí es auténtico: aquí se folla en serio y sin glamour, sin máscaras. Quizás sea la única serie (junto con la primera temporada de Homeland) de la que me creo el sexo, con toda su urgencia, toda su naturalidad, todos sus tropiezos, a plena luz, la luz cruda que ilumina la verdad de los cuerpos. El cuerpazo de Dunham, para empezar, una chica gorda que tiene el coraje de mostrarse tal cual, algo casi revolucionario en estos tiempos, y desnudar también su vida, o parte de ella, porque no se sabe donde empieza la escritora Hannah Horvath y donde acaba Lena Dunham. Diferencia obvia: la primera trata de abrirse camino y la segunda debe de cobrar un pastón por la serie y, guinda intolerable, cometió el pecado de que le pagasen una millonada por su primer libro, Not That Kind of Girl, lo que tal vez explica que cada nuevo episodio provoque odios sarracenos. Hay cosas que no se perdonan.

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