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Condenas de cárcel en el último capítulo del culebrón del Bolshói

Seis años de prisión para el exbailarín Dmitrichenko por urdir el ataque contra Filin

Pavel Dmitrichenko, fotografiado el pasado octubre.
Pavel Dmitrichenko, fotografiado el pasado octubre.KIRILL KUDRYAVTSEV (afp)

La condena de seis años de cárcel a Pavel Dmitrichenko, instigador del ataque con ácido a Serguei Filin, director del Ballet del Teatro Bolshói de Moscú, y de los dos autores materiales del brutal atentado, no cierra ni de lejos la crisis interna del centro de música, ópera y ballet más importante de Rusia y uno de los más prominentes del planeta.

Las otras condenas han sido de 10 años para Yuri Zarutski, autor material del ataque, y de cuatro para Andréi Lipatov, el chófer que dio cobertura al sicario en su huida del lugar de la fechoría. Los dorados pasillos del teatro siguen siendo fríos y en ellos se respira miedo, desconfianza y un panorama de futuro desalentador.

El ataque con ácido fue en enero de este año y, hasta diciembre, han pasado muchas cosas dentro del teatro y en sus alrededores que no han hecho sino enturbiar aún más las aguas. Ha dado tiempo incluso a que la percepción que se tiene de Pavel Dimitrichenko, cambie. Nadie duda de su culpabilidad, pero le ven como la cabeza de turco o el eslabón más débil de la conspiración.

En algunos medios rusos ya ha salido escrito que la condena es el resultado de un pacto de silencio entre las partes: el Estado (es decir, Vladímir Putin), a través del Ministerio de Cultura, quiere aquietar las aguas a toda costa. Lo de seguir escarbando queda descartado, pues se trata de algo mucho más sutil y comprometido: ¿hasta dónde permite el verdadero poder político que se tire del hilo? Serguei Filin ha quedado prácticamente ciego y la petición fiscal era sensiblemente más elevada, pero la jueza encargada ha cerrado el caso definitivamente.

Dmitrichenko cambió una y otra vez su versión de los hechos mientras la tormenta dentro de los elegantes muros del Bolshói no amainaba, como si supiera que el tiempo jugaba a su favor. No es consistente el argumento de que a este primer bailarín de rango pero una discreta figura de segunda fila (bailó en el Teatro Real de Madrid cuando el Ballet del Bolshói lo visitó con Espartaco en 2009), no le gustara el estilo de dirección cosmopolita y renovador emprendido por Filin o que tuviera un intestino resentimiento porque no daba papeles importantes a su novia.

En las grandes compañías, eso es el pan de cada día, lo habitual, donde siempre la hipocresía es parte del protocolo y la etiqueta. En el Bolshói fermentaba un vino mucho más agrio y venenoso y el estallido fue el ataque con ácido. Mientras tanto, algunos bailarines y bailarinas huían a otros teatros o al extranjero, otras causaban baja por depresión. Allí dentro no se sabe quién persigue a quién, llegó a decir un artista.

En estos casi doce meses han caído otras cabezas, algunas más discretamente que otras. Primero fue el primer bailarín georgiano Nikolai Tsiskaridze, que llegó al Bolshói en 1992 y que desde entonces levantó tantas polémicas como a un público de seguidores fanáticos. Tras la caída del astro de Tbilisi, como le llamaban, quedó fuera de juego fulminantemente un superviviente de otras épocas: Anatoli Iksanov, director general de la gran casa moscovita desde 2000. Iksanov, que firmó en junio el cese de Tsiskaridze, venía del antiguo Leningrado, tenía fama de mano de hierro y había dirigido (y enderezado) varios entes teatrales en la nueva San Petersburgo, pero el Bolshói pudo finalmente con él.

Como si hubiera pocos invitados a esa merienda trágica, los litigios se han extendido a la ópera. Este lunes pasado dimitió sorpresivamente el director musical de la casa, Vasili Serafimovich Sinayski (Abez, República de Komi, 1947), y un atribulado administrador (Vladimir Urin, el sustituto de Iksanov) ha anunciado el mismo día un nuevo acuerdo colectivo para zanjar las disputas y seguir adelante, lo que significa sindicar el conflicto, un recurso de asamblea para el que se ha creado una comisión interna. La prensa moscovita y los observadores independientes, mientras tanto, ven con escepticismo estos movimientos cosméticos.

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