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La Ruta del Bakalao sale de la discoteca y entra en el museo

El Muvim revisa el fenómeno musical y social que proyectó Valencia al exterior

Ferran Bono
Un visitante de la exposición 'Ídolos del pop'.
Un visitante de la exposición 'Ídolos del pop'. TANIA CASTRO

50.000 personas llegaban a recorrer la carretera que discurre paralela al mar entre Valencia y la población arrocera de Sueca durante un fin de semana. Iban en busca de fiesta, de bakalao. Acudían al reclamo de la versión más popular y comercial de una ruta en la que los sonidos más asequibles y maquineros ya se habían impuesto en las pistas de baile sobre las múltiples posibilidades de la música electrónica.

Corrían los primeros años noventa y se exportaban miles de discos. Su nombre era sinónimo de diversión desenfrenada, música y drogas, de viernes a lunes. Era el inicio, sin embargo, de su degeneración y decadencia, según los puristas, los auténticos, los que vivieron diez años antes los principios de un fenómeno que tuvo lugar al mismo tiempo que la movida madrileña.

Entonces, un grupo de discotecas de playa, que agonizaban tras la resurrección que les insufló la fiebre de John Travolta, se reencarnaron en templos de música de vanguardia y en escenarios del cambio de tendencias sociales y culturales. Allí, un grupo de jóvenes pinchaba la música que traía de sus viajes a Manchester, Londres o Alemania, y la mezclaba sin ningún complejo en una coctelera en la que se podía agitar la new age de Win Mertens y el postpunk de The Cure, con una base de tecnopop, entre otros grupos que se degustaron aquí como primicia. También actuaban bandas de culto. El resultado eran sesiones estimulantes, innovadoras, lo nunca oído. La estética siniestra convivía con el colorido de las primeras drag queens en España y el aire filogay de los nuevos románticos. Era la Ruta del Bakalao.

“Un fenómeno netamente valenciano que logró exportarse internacionalmente”, explica Lluís Fernández, que ha tenido el atrevimiento de meter por primera vez en un museo la estigmatizada ruta. Lo ha hecho insertándola como una muestra en un proyecto expositivo más amplio titulado Ídolos pop, que ofrece una panorámica del pop español y valenciano, de Bruno Lomas a Nino Bravo, del guateque a la discoteca posmoderna. La exposición se inauguró ayer en el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad (Muvim) y se podrá ver hasta el 2 de marzo.

“El tipo de exposiciones que planteo coincide con la idea de este museo, que está volcado en potenciar aquellas cosa que hace la sociedad y no tienen un reflejo artístico inmediato, porque no forman parte de la cultura dominante e institucional. Me interesa la cultura popular y la cultura basura y reivindico que pueda entrar en los museos en pie de igualdad con otras manifestaciones, porque lo importante no es el objeto sino la reflexión que se hace en torno al mismo”, añade el escritor y coleccionista. Ha cedido buena parte de sus fondos de vinilos, carteles y portadas para la exposición, que se inauguró ayer con una actuación del DJ Chimo Bayo, que vendió miles de discos con sus mezclas.

“Los fenómenos siempre son auténticos al principio, pero tiene una doble cara. Porque lo auténtico es minoritario. Y cuando se convierte en un negocio es negativo para mucha gente... No para mí, porque permite mantener el fenómeno”, sostiene el comisario. “Sociológicamente”, añade, “no se puede entender el fenómeno de la ruta sin las drogas. Al principio se tomaba mescalina”, comenta Fernández, sobre el derivado sintético del peyote que inspiró, junto a la luna de Valencia, una popular canción de Los Rebeldes. Loquillo, Bunbury, Pedro Almodóvar o Miguel Bosé fueron algunos de los numerosos famosos que visitaron en alguna ocasión la ruta jalonada por discotecas de resonancias míticas para una generación, hoy ya talludita, como Barraca, Chocolate o Spook Factory.

“Se oía una música que entonces no se oía en ningún sitio, ni en Ibiza, gracias a dj’s como Juan Santamaría, Carles Simó, Toni El Gitano o Fran Lenaers. Otra particularidad era su carácter transversal, interclasista”, sostiene el periodista Joan M. Oleaque, que ha estudiado el fenómeno. “También hay que tener en cuenta que la ruta se benefició de que municipios como Sueca permitieran mantener una discoteca abierta hasta el mediodía. Así se podía recorrer varias”, agrega.

Para hacerlo, era necesario el coche, lo que dio lugar, apunta Fernández, a la “cultura del parking”, antecedente del botellón urbano. El uso del vehículo, por otra parte, originó un problema de siniestralidad cuya repercusión mediática terminaría por significar, con el paso de los años, el fin de la ruta.

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Ferran Bono
Redactor de EL PAÍS en la Comunidad Valenciana. Con anterioridad, ha ejercido como jefe de sección de Cultura. Licenciado en Lengua Española y Filología Catalana por la Universitat de València y máster UAM-EL PAÍS, ha desarrollado la mayor parte de su trayectoria periodística en el campo de la cultura.

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