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SILLÓN DE OREJAS

Batiendo todas las marcas

Leer el viaje de otro es adoptar su mirada, aceptar el mundo a través de ella

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Vuelve el Guinness World Records (Planeta), uno de los más conspicuos clásicos navideños desde mediados del siglo XX. Claro que menos bestia que antes y con un enfermizo sentido de la corrección política. Así, la gente gorda —como Pauline Potter, 293,6 kilos— ya no es gorda, sino “más pesada”, no sea que alguien con —digamos— talla corporal alternativa se ponga de los nervios y denuncie a los editores; y a los adultos que miden menos de 60 centímetros ya no se les llama “enanos”, de modo que no me extrañaría ver impreso un día de estos el cuento de Blancanieves y los siete más bajitos. El Guinness clasifica los récords por temática, así que, después de enterarme de que hay gente que dedica su vida a batir marcas para salir en el libro (como el estadounidense Ashrita Furman, que ostenta el récord de batir récords, con 155 reconocidos), me puse a averiguar si en la sección “hazañas en grupo” figura el actual Gobierno del Reino de España: al fin y al cabo sus miembros (y miembras: como dice una amiga, tener ovarios no hace a nadie más competente en el trabajo) no solo han logrado la hazaña de acabar con buena parte de lo logrado en el terreno de los derechos laborales y sociales, sino que, henchidos de nostalgia, ahora apuntan a “regular” los demás: huelga, manifestación y ojito con lo que dices cuando expreses tu santa indignación, que la policía no es tonta. Pero no, el Guinness todavía no incluye las hazañas de esos recordmen and recordwomen y, de hecho, la palma de las “hazañas en grupo” se la llevan este año los siete individuos que consiguieron meterse juntos en una cabina de fotomatón de la estación de King’s Cross; deberían haber investigado más en España, donde la crisis ha propiciado que la vuelta de muchos jóvenes sin trabajo a los hogares familiares haya dejado la aglomeración del camarote de los Marx en pura broma. En cuanto al libro y la edición, aparte del consabido “libro más grande del mundo”, el único récord que se consigna es otro del ya mencionado señor Furman, que recorrió 32 kilómetros a pie llevando un tomo en equilibrio sobre la cabeza. En ningún momento se aclara si se trataba del propio Guinness World Records o de El mundo como voluntad y representación,por poner un ejemplo con menos ilustraciones.

Viajeros

Todos los viajeros mienten o, al menos, embellecen sus recuerdos. Algunos llegan a convertir el relato de su experiencia en libro, para que otros se transporten a los mismos lugares repantigados en un confortable sillón (¿de orejas?). Leer el viaje de otro es adoptar su mirada, aceptar el mundo a través de ella. Baudelaire expresó ese viajar sucedáneo del sedentario en unos versos inolvidables (Le voyage, 1859): “¡Anhelamos viajar sin vapor y sin vela!/ Para aliviar el tedio de nuestras prisiones/ pasad por nuestro espíritu, tenso como una vela/ vuestros recuerdos enmarcados en horizontes”. El viaje tiene la edad de la humanidad —en cierto modo, fue lo que nos hizo humanos—, y los libros de viajeros son tan antiguos como el primer soporte de la escritura. Los hay de muchas clases: desde las meras descripciones con intención práctica (las “guías”) a los modernos travelogues. Los que más me interesan son los que integran todos los aspectos de una crónica viajera en una narración literaria. Pienso, por ejemplo, en esa obra maestra que es En la Patagonia, de Bruce Chatwin (Península), o en la soberbia India de Naipaul (Debolsillo), o en ese clásico del libro de viajes ficcionalizado (e inacabado) que es el Viaje sentimental por Francia e Italia, cuyo autor, Laurence Stern, nació un 24 de noviembre de hace trescientos años. Y, más cerca, pienso en los viajes de Cela, de Pla, de Llamazares. Y en Dionisio Ridruejo, de quien conservo los dos volúmenes de la primera edición de su magnífica Castilla la Vieja —la última obra que su autor vio impresa—, publicada por Destino (1973 y 1974) en una colección de referencia. El año pasado, con motivo del centenario de Ridruejo, Javier Santillán, el editor de Gadir, tuvo la estupenda idea de recuperar —dividiéndola en seis tomitos, uno por cada “provincia” de entonces—, ese hito imprescindible de la literatura viajera española: tras Segovia, se publica ahora Soria, el territorio más íntimo de Ridruejo, a quien Abel Hernández califica en su emocionado prólogo de “mejor escritor soriano de todos los tiempos”; el libro, bella y austeramente editado, incluye buenas fotografías del propio Javier Santillán, que no ha pretendido mejorar las antiguas de Català Roca y Ramón Camprubí. Más cosmopolita resulta Desafío a la identidad (Galaxia Gutenberg) que reúne (con prólogo de Paul Theroux) una cuarentena de textos de Paul Bowles sobre lugares más o menos “exóticos”. Bowles, que sabe que todo buen relato de viajes “trata del conflicto entre el escritor y el lugar”, es un maestro consciente de la proporción que deben ocupar en la narración el color local y el apunte autobiográfico, algo que casi siempre consiguen mejor los escritores que viajan que los viajeros que escriben. Por último, y en el otro extremo de la literatura de viajes (poco apropiada para viajeros de salón), destaco las dos nuevas guías prácticas de la serie “36 horas”, publicada por The New York Times, en la que se pretende ofrecer todo lo necesario para que el turista-cameo y acelerado recorra en tres apretados días todo-lo-que-hay-que-ver, duerma en cama segura y se atragante con algún platillo de la gastronomía local. Las dos últimas entregas, publicadas por Taschen, son 36 Hours Latin American & The Caribbean y 36 Hours Asia & Oceania.

Thriller

Aún no acabo de entender muy bien el motivo de que los editores de Bajo el cielo de Greene Harbor (Salamandra), la primera novela del norteamericano Nick Dybek, no hayan respetado el título original (traducción: Cuando el capitán Flint era aún un buen hombre). Si es por largo, los he visto aún más y no pasa nada (El abuelo que saltó por la ventana y se largó tiene solo dos caracteres menos). Y si es porque creen que no se iba a entender el guiño a La isla del Tesoro, aún peor, sobre todo porque la referencia se explica en la página 15. En todo caso, si les gustan los thrillers literarios, este lo es: Dybek es un maestro de la intriga psicológica con un gran sentido del escenario (isla pesquera y brumosa, atmósfera física y espiritual opresiva), y consigue que el lector se sumerja en el relato. Por último, si aman las buenas historias con crímenes dentro, les cuento un secreto: un topo cinéfilo (y, sin embargo, fiable) que vive en mi barrio me ha soplado al oído que Agustín Díaz Yanes ya ha firmado el contrato para rodar su guion Jarabo (productor: Enrique Cerezo), una especie de crónica del triple asesino que tuvo en vilo a los españoles a finales de los cincuenta y alimentó el morbo del país hasta que fue sometido al garrote vil. Conociendo los ingredientes de la historia —un dandy frívolo, calavera y derrochador campando a sus anchas en el Madrid fascistón y grisáceo de 1958—, pienso que Díaz Yanes lo puede hacer aún mejor que el llorado Bardem, que ya lo había intentado (1984) en la serie televisiva La huella del crimen.

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