Anthony Caro, un artista en reinvención constante
La brillantez de su estilo le convirtió en uno de los escultores británicos más importantes
Fallecido hace una semana, a poco de alcanzar la alta edad de 90 años, con Anthony Caro desaparece uno de los mejores escultores europeos de después de la II Guerra Mundial. Aunque se formó como ingeniero, Caro inició su trayectoria artística a la sombra de Henry Moore, del que fue discípulo y colaborador a comienzos de la década de 1950, dedicándose al principio al modelado y no empleando el metal hasta comienzos de la siguiente década, en la que empezó a usar acero y aluminio de reciclaje industrial. De todas formas, fue decisiva su estancia en los Estados Unidos de Norteamérica durante la segunda mitad de la década de 1960, al conocer e intimar allí no solo con el influyente crítico Clement Greenberg y con el escultor David Smith, sino al contemplar la obra de Morris Louis y Kenneth Noland, todos los cuales le ayudaron a dar el salto a la abstracción y valerse de la técnica del ensamblaje que se convertirían en su modus operandi más característico.
Al margen de establecer por entonces cuáles iban a ser las coordenadas de su futuro trabajo, ya a fines de los sesenta mostró su poderosa y muy refinada sintaxis personal, en parte, aprovechando el ejemplo del “dibujo en el espacio”, que procedía de la fecunda línea trazada al respecto por los españoles Picasso y Julio González, luego recreada por el antes citado David Smith, pero también, en parte, dotando al metal de una extrema ductilidad y de una elegante ligereza, enriqueciéndolo además con un vivo cromatismo ya en diálogo con el entonces emergente pop-art.
En este sentido, el Anthony Caro de los sesenta y de los setenta generó un lenguaje brillante y sugestivo que lo convirtió en uno de los mejores escultores británicos, pero lo asombroso de su trayectoria posterior fue que nunca se acomodó a estas bien trabadas conquistas y siguió su exploración personal, atreviéndose a manejar otros materiales e, incluso, retornar a una cierta figuración. Recuerdo al respecto el impacto que me produjo la obra que presentó, en la Bienal de Venecia de 1999, cuando exhibió esa impresionante instalación en forma de intimidante convoy que se tituló El Juicio Final, cuando aún resonaban los trágicos acontecimientos bélicos que asolaron la antigua Yugoslavia. La vigorosa tensión simbólico-formal de este elegíaco apocalipsis, que Caro construyó con cerámica, madera, carbón, acero y hormigón, entre otros materiales, ubicado el conjunto en una penumbrosa estancia del final de la Giudeca, producía el efecto inolvidable de las obras maestras de la madurez. La realización de esta compleja e intimidante instalación la llevó a cabo un Caro ya muy adentrado en la setentena, una prueba irrefutable del aliento creativo que mantuvo hasta sus últimos años.
Recuerdo también cómo me impresionó la retrospectiva que le montó la Tate Gallery de Londres en el 2005 para celebrar con ella que el artista cumplía los 80 años. Se exhibieron entonces allí una selección de medio centenar de obras de Caro, realizadas entre 1951 y 2004, es decir, su trayectoria durante más de medio siglo, donde se ponía de manifiesto cómo nunca había dejado de ser él mismo, pero sin la menor concesión a la autocomplacencia. Por lo demás, su variada obra se expuso en nuestro país en muy diversas ocasiones, en museos y galerías privadas, dejando siempre constancia de esta inquietud que siempre lo acompañó, incluso en estos últimos años. Durante toda su vida, en fin, también tuvo tiempo para dedicarse a la enseñanza, pero de esa forma que él mismo definía como presentarse ante sus alumnos como un estudiante más, un privilegio del que disfrutaron varias generaciones de escultores británicos de sucesivas generaciones, algunos de los cuales son considerados hoy entre los mejores de un país que ha liderado este complejo y apasionante arte durante las últimas décadas. Tras su reciente fallecimiento, su obra nos seguirá interpelando en un juicio, sin embargo, sin final.
Babelia
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