Lou Reed: Oscuros cantos de sirena: gracias
Y a aquellas noches de cuero negro, caballo fingido y tachuelas de hierro —infiernos de luz macilenta y malditismo del bueno a golpe de rock and roll, un poco Baudelaire, un poco Poe, un poco Delmore Schwartz y alarguémoslo hacia las riberas salvajes de Pound y Whitman— les sucedieron otras noches, supuestamente más new age y como extraídas de un renacimiento hecho de brazos musculados, comida sana, camisetas ajustadas, relaciones estables y aversión al tabaco. Y nos daba igual. Igual la inyección de Heroin que las luces cegadoras del White light / White heat que las guitarras perfectas / falsamente dulzonas, como sacadas de un guateque hawaiano, del monumento pop Crazy feeling, engañoso principio y fin de un disco imprescindible en las discotecas del rock como Coney Island baby.
Salía Lou Reed al escenario del Velódromo de Anoeta, o al del palacio de Congresos de la Castellana, o al del campo del Moscardó (aquí hablo de oídas, en los otros no), o al de Bercy en París, o al del Teatro Cervantes de Málaga —inolvidable repaso de principio a fin del disco Berlin, 2007— y se paraba el mundo porque Lewis Allen Lou Reed agarraba la guitarra, hacía así con la correa, se la echaba al hombro, miraba con cara de ángel exterminador tocado por la magia, torcía la boca y atacaba Satellite of love. O Vicious. Y entonces te retrotraías a las esferas estelares del rock que compartía con Bowie, con Jagger, con Iggy Pop, con los New York Dolls, con John Cale, Nico y la eterna Velvet, con Johnny Thunders desmayándose en medio de aquel gig en un cabaret de París, con las letras de los eternos poetas estadounidenses y, en general, con el sursum corda de la música moderna y de la lírica más dañina por la vía de lo que nos concierne a todos: lo que dejamos atrás, lo que ya no vendrá, el arrepentimiento, lo que no sabemos pero intuimos, lo inconfesable, el amor, la autenticidad y sus disfraces, el viaje último de los seres queridos o la incapacidad para cualquier tipo de fingimiento.
O se arrancaba con los acordes de My house, con los primeros y tendentes al suicidio irremediable acordes de My house (The blue mask, cantos a la amada Silvia, a su casa, a su motocicleta y a los versos del poeta amado: “Tengo de verdad una vida afortunada, mi escritura, mi moto y mi mujer...”). Y había que renunciar, una vez, una tras otra, y otra, a esa cara de piedra cruzada de surcos, a los gestos de aparente asco, y admirar su aversión al mundanal ruido, y escuchar, condenada, obligatoriamente, de nuevo —bourbon y auriculares— el martilleo inexorable de la poesía sublime y sus oscuros cantos de sirena, Caroline says, claro, Men of good fortune, siempre. Gracias.
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