Veinte años sin el icono del terror
Tenía una voz profunda, mirada turbadora y voz profunda, características perfectas para ser el gran villano del mundo del cine: Vincent Price
Medía más de un metro noventa, tenía una voz profunda y una mirada turbadora: las características perfectas para convertirse en el villano por excelencia del mundo de cine. Y así fue, sobre todo a partir de la década de los sesenta, cuando rodó decenas de películas de género fantástico y de terror de la llamada serie B. Era Vincent Price, que falleció en Los Ángeles hace ya dos décadas, el 25 de octubre de 1993, a los 82 años.
El viernes 25 de octubre, cuando se cumple el 20 aniversario de su muerte, TCM recordará la figura de este gran actor con la emisión de dos de sus películas más emblemáticas: Los crímenes del museo de cera, el film que le sirvió para asentarse definitivamente como estrella del cine de terror, y El péndulo de la muerte, dirigida por Roger Corman, basada en un relato de Edgar Allan Poe.
“A veces siento que estoy suplantando el inconsciente oscuro de todo el género humano. Sé que esto suena enfermizo, pero me encanta”, explicó en una ocasión el actor. Lejos de ver a sus personajes simplemente como los malos de la historia, sentía hacia ellos una profunda simpatía y comprensión. “No son monstruos, sino hombres asediados por el destino y en busca de venganza”, decía. Quizá por eso conectó durante décadas con millones de espectadores de todo el mundo.
Vincent Leonard Price nació en la ciudad de St. Louis en Missouri el 27 de mayo de 1911. Provenía de una familia acomodada y amante de la cultura. Se licenció en Historia del Arte por la prestigiosa Universidad de Yale, una pasión que no abandonó jamás. En los años sesenta firmó una columna periodística sobre el mundo del arte en varios periódicos. Fue un gran coleccionista, abrió su propia galería en Los Ángeles y animó a sus amigos y conocidos a que invirtieran en obras artísticas. Su otro gran amor, además del teatro y el mundo de la interpretación, fue la cocina. Con los años se convirtió en un gran gourmet, escribió varios libros de cocina y sus opiniones en programas de televisión como afamado gastrónomo eran muy valoradas.
Debutó como actor en Londres, luego trabajó en Broadway y, a finales de la década de los treinta, dio el salto a las pantallas interviniendo, por ejemplo, en títulos como La vida privada de Elizabeth y Essex, en la que interpretó el papel del corsario Walter Raleigh junto a Bette Davis, Errol Flynn y Olivia de Havilland. Su carrera se fue consolidando gracias a cintas como La Canción de Bernardette de Henry King, Las llaves del reino de John M. Stahl o Laura de Otto Preminger.
En 1953 protagonizó Los crímenes del museo de cera, una nueva versión de una historia estrenada veinte años antes pero esta vez color y en tres dimensiones. En ella Vincent Price era el protagonista absoluto, y gracias al éxito del film se convirtió en una estrella, una fama que le llevó a intervenir posteriormente en largometrajes como La mosca, La mansión de los horrores, La caída de la casa Usher, Historias de terror o El cuervo. Price dibujaba la mayoría de sus personajes con una idiosincrasia especial, casi siempre añadiendo una fina ironía que contribuía a aumentar su popularidad.
Él, en la vida real, también tenía un gran sentido del humor. Solía acudir a las proyecciones de sus películas vestido con las ropas de sus personajes para bromear con los espectadores. En los últimos años de su vida firmaba autógrafos con el nombre de la actriz Dolores del Río. Cuando le preguntaban por qué lo hacía, respondía con voz seria: “Le prometí en su lecho de muerte que haría todo lo posible para mantener su nombre vivo".
Su último trabajo en el cine data de 1990, en el film Eduardo Manostijeras de Tim Burton. Su papel iba a ser más largo, pero por entonces sufría un enfisema y la enfermedad de Parkinson, que solo le permitieron rodar unas cuantas escenas. Sus cenizas fueron esparcidas en la costa californiana de Malibú pero el gran malo del cine de terror se había reservado una última y pequeña broma íntima. Sus restos se habían incinerado junto con su sombrero de jardinería favorito.
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