Vuelve el circo prenavideño
Los cómics se convierten en una de las ofertas más interesantes del panorama literario
Culminó, un año más, la mojiganga planetaria, esta vez sin mayores novedades: de hecho, la última digna de mención fue la dimisión como jurado de mi admirado Juan Marsé, hace ya ocho años. Y conste que las dos galardonadas de la LXII edición del premio literario mejor dotado del planeta-mundo me caen la mar de bien. La ganadora (que consigue, tras el Nadal de 2010, el segundo galardón del Grupo Planeta desde que migró de Alfaguara), porque ya hace tiempo que demostró ser una buena narradora; y la finalista, porque es amiga desde hace mucho y porque, aunque todavía no he leído ninguna muestra de su prosa narrativa, siempre me ha interesado su trabajo en el cine. Felicidades a ambas y que lo disfruten; espero que hayan pactado bien los plazos de los pagos para que no repercutan demasiado en las declaraciones de la renta: recuerden que a Montoro, encaramado como Quasimodo a su gárgola, no se le escapa (casi) nada. Por lo demás, una semana y media antes del día de Santa Teresa —la onomástica de la esposa del fundador del imperio editorial— ya circulaban los nombres de ganadora y finalista, al menos como probabilidades muy probables, que es como siempre se saben estas cosas. Como los de Planeta tienen 62 años de tablas, hasta las filtraciones están cuidadosamente controladas (sin contar lo que pudiere —futuro de probabilidad— haber salido de la célebre agencia literaria que representa a una de las galardonadas). Este año sonaba más la identidad de la finalista que la de la ganadora, quizás para ir abriendo boca en los medios que corean oportunamente esa consabida liturgia que funciona con la precisión de un cronómetro suizo de los de antes. Y, también como siempre, algunos periodistas más o menos culturales aceptan con desparpajo (uno particularmente cínico me dijo que con “sentido del humor”) la grotesca pantomima, por lo que tarde o temprano serán recompensados. Bueno, pues ya acabó el numerito: ahora a esperar a que a) ambas novelas merezcan la pena y b) que se vendan bien en la campaña navideña de un año aún más horribilis que los anteriores en lo que al negocio librero se refiere. Por lo demás, y como es costumbre, en la ceremonia del Palau de Congresos se encontraba, prestando su inestimable aval al circo (una excepción cultural muy española), una parte significativa de las fuerzas vivas (autonómicas y de las otras) de las finanzas, la política y la cultura: todos le deben —o pueden deberle en el futuro— algo a Planeta. En fin, ya vale: ni siquiera mi (recortado) derecho al pataleo me autoriza a seguir fastidiando a mis improbables lectores con inútiles jeremiadas. Y me quedo, como cada año, con un deseo frustrado: me habría encantado espiar, a través del ojo de la cerradura (como los mayordomos en las malas comedias de costumbres), las conversaciones previas entre las premiadas (o sus representantes) y los gestores planetarios. Seguro que, a partir de ellas, también se podría construir una novela premiable. Tal vez negra.
Cómics
He podido disfrutar con anticipación de la primera entrega de ¡Oh, diabólica ficción!, la historieta que Max publicará cada dos semanas (alternando con otra de Paco Roca) en el “colorín” dominical de este periódico, y me he quedado patidifuso. Por ahora déjenme que les diga solamente que el protagonista es el Diablo Cuentacuentos, un personaje encargado de suministrar inspiración universal para nuestra diaria ración de ficciones. Mientras espero ansioso verla impresa en las páginas renovadas de El País Semanal, me consuelo con otros cómics de altura. Por ejemplo, con la estupenda memoria gráfica Cleveland, obra póstuma de Harvey Pekar (1939-2010), uno de los más grandes escritores de cómics y, sin duda, uno de los más influyentes a la hora de dignificar un género cada día más valorado. Pekar, que nació y vivió toda su vida en la ciudad que ha servido de telón de fondo a la mayor parte de su obra, colaboró en esta ocasión con el magnífico dibujante californiano Joseph Remnant (1982) al que se le nota el magisterio de Robert Crumb, el maestro del cómic underground que recibió recientemente el premio de La Risa de Bilbao, el festival inventado por el escritor Juan Bas. En Cleveland, publicada impecablemente por Gallo Nero, Pekar vuelve a los temas y asuntos que convirtieron su obra maestra American Splendor (antología en La Cúpula), en cuyo desarrollo colaboraron muchos célebres cartoonists, en uno de los mejores cómics autobiográficos de toda la historia: la vida cotidiana del propio Pekar en Cleveland (Ohio), las transformaciones de la ciudad, la lucha por la vida, conseguir un trabajo, buscar pareja, el matrimonio, la soledad, los pequeños placeres (leer, coleccionar discos de jazz). Otro cómic interesante dentro del género memorialístico que se pone a la venta estos días es Jerusalén, un retrato de familia (La Cúpula), del guionista Boaz Yakin (el director de las películas Fresh y El precio de la libertad) y el dibujante Nick Bertozzi, en el que se narra una historia parcialmente autobiográfica ambientada en la Palestina de los años cuarenta. Por último, Impedimenta añade un título más a su colección de biografías de escritores en formato cómic: tras las de Virginia Woolf y Thoreau le llega al turno a Boris Vian en Piscina Molitor, un álbum sobre la vida swing del autor de La espuma de los días dibujado por Christian Cailleaux sobre guion de Hervé Bourhis. Que se lo pasen tan bien como yo leyéndolos (y mirándolos).
Harpías
Hay muchas maneras de convertirse en una chica mala. La más frecuente es la de poner en cuestión de un modo u otro el orden patriarcal aún vigente en casi todas partes. En resumen: actuar de modo absolutamente distinto de como lo haría una sometida y dulce damita que compra (o se ve obligada a hacerlo) seguridad con obediencia (aunque, ay, en ocasiones esa decisión le cueste la vida). Pero también hay chicas verdaderamente malas que nada tienen que ver ni con las feministas, ni con Mae West, ni siquiera con una de aquellas honky tonk women celebradas por los Rolling Stones. Ahí tienen, por ejemplo, el conjunto de brujas (cómplices, verdugos: curiosamente este sustantivo no soporta el femenino) cuyas actividades revela Wendy Lower, especialista en la historia del Holocausto, en Las arpías de Hitler (Crítica, Grupo Planeta), un libro apasionante que se centra en el numeroso contingente de mujeres que colaboraron activamente en los crímenes nazis: desde activistas convencidas por la maquinaria de propaganda de las SS hasta enfermeras, maestras, profesoras, guardianas de campos de concentración, secretarias o esposas de responsables políticos que se doblaron en acosadoras, torturadoras o asesinas durante la amplia migración de mujeres alemanas que acompañó a la Wehrmacht en la conquista del este de Europa. Entre ellas había desde sádicas que dieron rienda suelta a sus instintos hasta fanáticas persuadidas de que sus víctimas eran infrahumanos que había que exterminar, pasando por mujeres deseosas de demostrar a sus jefes que podían hacer lo mismo que los hombres. Y vaya si lo lograron.
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