El mar, el mar
Crecí gracias a él y a gente como él, que amaban y respetaban la palabra, que creían en su poder
No sabía que Chéreau era doblemente uno de los nuestros, que se había venido al sur, que tenía casa en Sevilla, donde pasaba largas temporadas, y que incluso estaba empadronado allí. Este verano aún pudo dirigir Elektra, en Aix-en-Provence. Luego, en Santander, se le echó la enfermedad encima y ya no pudo seguir. Ahora todo empieza a leerse de otra manera. Sus últimos espectáculos, cada vez más desnudos, esencializados. I am the wind, de Jon Fosse, en el Lliure. La balsa, mar adentro,con dos formidables actores jóvenes británicos, Jack Lakey y Tom Brooke. Su lema parecía ser el mismo que guió a los argonautas: “Navegar es preciso, vivir no es preciso”. Flameaba, como una bandera negra, el tema de tantos de sus montajes: el dolor extremo de no poder alcanzar al otro, el dolor que surge cuando el amor es impotente. Vuelve la última frase: “Ya no tengo miedo… ya no peso… me he ido con el viento… soy el viento”.
En el Lliure de Gràcia, el personaje de La nuit just avant les fôrets, de Koltès, que no puede parar quieto, interpretado por el inmenso Romain Duris, estaba tendido en una cama de hospital. La última vez, en la Abadía, Chéreau leyendo, encarnando Coma, la epopeya íntima de Guyotat, en junio del año pasado. Al verle me di cuenta, de repente, de lo importante que era para mí. Escribí: “Crecí gracias a él y a gente como él, que amaban y respetaban la palabra, que creían en su poder, en su capacidad transformadora, en su eco, y ante ella se presentaban descalzos”. Así entraba Chéreau en el escenario vacío, con los pies descalzos, “como los hijos de la mar”, que decía Machado.
Me acuerdo ahora de que, curiosamente, tratándose de un hombre de teatro, le descubrí por una película, su primera película, La carne de la orquídea, 1974, con Charlotte Rampling, aunque si tuviera que quedarme con una no sería la costosísima (en todos los sentidos) La reina Margot sino la humilde y poderosa L'homme blessé, del 83.
Intentar un resumen de su vastísimo trabajo teatral equivaldría a tratar de atrapar el mar con un vasito. Repaso los programas del Centro Dramático de Nanterre-Amandiers, que dirigió de 1982 a 1990. Una época irrepetible: allí lanzó a Koltès, y recuperó Les paravents de Genet, y vuelven el Hamlet de Gérard Desarthe, y aquella febril Fausse suivante con Jane Birkin y Piccoli, y tantas y tantas otras funciones. Fragmentos, recién llegado, de su cuaderno de viaje: “Lo primero: comprobar si todas las bombillas funcionan, si los espejos están en el lugar correcto, si hay jabón y papel en los lavabos”. Y también: “Mi mayor deseo es que mis puestas en escena no sean inmediatamente identificables. En lo que el público ha de fijarse es en el texto”. Elijo dos cumbres (entre muchas) para el recuerdo: las dos puestas de Dans la solitude des champs de coton, de Koltès, que también protagonizó. La primera, en el 90, con Laurent Malet; la segunda, en el 95, con su compañero, Pascal Greggory. Si quieren asistir a una gran lección de teatro, intenten hacerse con Une autre solitude, el documental de Stéphane Metge, que alterna la filmación de los ensayos de ese espectáculo con los de Don Giovanni en Salzburgo. Para acabar, un recuerdo ajeno que pasa a ser mío y de todos ustedes. Una noche de agosto de 1980. Última representación de la tetralogía wagneriana en Bayreuth, que Chéreau montó a petición de Pierre Boulez. Un amigo estuvo allí y evoca (y no es el único) los 85 minutos de aplausos mientras sube y baja, hasta 100 veces, el telón.
El mar suena también así, algunas noches.
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