Videojuegos y amores bélicos
El creador del 'Octubre Rojo' y la saga de Jack Ryan engendró una literatura marcada por las consignas del gran consumo: eficacia, agresividad y tecnología
Sentía Tom Clancy una meticulosa pasión por las armas, los juegos de guerra y las tensiones político-militares, como si las maquinarias bélicas le merecieran más amor que los personajes. Abiertas o subterráneas, sus guerras son industriales, producen muerte en serie, fieles al volumen usual de los libros superventas, con sus cientos de páginas y su peso de obuses. Las historias de Clancy se atienen a algunas de las consignas dominantes en la publicidad de los productos de consumo: eficacia, agresividad y tecnología avanzada. Y, desde su primera novela, La caza del Octubre Rojo (1984), los triunfos de Clancy invadieron el negocio de los pasatiempos de masas, extendiéndose al cine y a los videojuegos.
Sus fantasías guardan una rara sintonía con las sucesivas doctrinas militares de los Estados Unidos de América y de la OTAN. La guerra contra las drogas y su tráfico criminal, la guerra contra el terror, o el sostén a la guerrilla afgana, siguieron a la confrontación con los rusos, muy debilitados ya en los días del Octubre Rojo, aquel submarino nuclear soviético que, comandado por Sean Connery, cruzaba los mares prácticamente invisible e imperceptible. Pero, ya entonces, los últimos héroes de la Unión Soviética eran los desertores a Occidente y los funcionarios infiltrados en los niveles máximos del Ejército Rojo y del KGB. Ronald Reagan se declaró un fervoroso seguidor de Clancy, como Kennedy lo fue de Ian Fleming. El James Bond de Tom Clancy se llama Jack Ryan, experto en estrategia naval y analista de la CIA que llegará a presidente de los Estados Unidos de América.
Lo más sintomático de Clancy es cómo concilia su capacidad prodigiosa de fabulación y cierta conexión con la realidad, de 1984 al año 2000, un rasgo que quizá comparta con los eslóganes que circulan en los noticiarios en momentos de grandes crisis internacionales. Sus novelas han registrado las guerras de Oriente Medio, la irrupción del narcotráfico como tema de propaganda electoral y justificante de movilizaciones e intervenciones militares en el extranjero (Peligro inminente, 1989), el recurso a operaciones secretas al margen de todo control legal, incluyendo el asesinato de enemigos selectos mediante ataques aéreos aislados y fulminantes, un anticipo de los drones de hoy. En Pánico nuclear (1991), los terroristas islámicos reventaban un estadio lleno con una bomba atómica. En Operación Rainbow (1998) otros terroristas, ahora ecológicos, para limpiar el ambiente y purificar la Tierra decidían el exterminio de todos sus habitantes mediante un ataque vírico. En el curso de las batallas comerciales entre Estados Unidos y Japón, en Deuda de honor (1996), un piloto japonés estrellaba un Boeing 747 en Washington, contra el Capitolio, y aniquilaba al Congreso en pleno. Así, descabezada la Casa Blanca, Jack Ryan se convirtió en presidente de los Estados Unidos de América.
Fue un presidente enemigo de los impuestos y, en particular, de los impuestos progresivos, y tuvo la oportunidad de gobernar disfrutando del sueño de cualquier político autoritario: mandar sin supervisión parlamentaria, con manos libres, mediante Ordenes ejecutivas, título del novelón clanciano del año 1996. Entonces no eran los Estados Unidos los invasores de Irak, sino Irán, con el apoyo de India, y de China, que en El oso y el dragón (2000) guerrearía por el petróleo y el oro de una Rusia convertida en miembro de la OTAN. Los iraquíes no usaban armas químicas, sino armas biológicas, bioterroristas, víricas, y los aliados de los americanos eran Arabia Saudita y Kuwait. Si cabe acusar a Tom Clancy de ser propenso al delirio bélico-tecnológico, sus mitos se alimentan de miedos reales, de consignas político-militares en circulación, siempre dentro de la lógica vigente, binaria, de un videojuego. Quizá lo más propio de los videojuegos como constructores de historias sea la partición tajante entre maldad y bondad y, en el momento operativo de mover los mandos, la exigencia incontestable de que el jugador obedezca compulsivamente las órdenes de destrucción de enemigos. Tom Clancy se convirtió con los años en inspirador de novelas ajenas y de videojuegos, pero en ese proceso se diluyó o se evaporó su capacidad de conectar ensoñaciones y realidades geopolíticas. No sé si esta pérdida guarda alguna relación con las críticas de Clancy a la invasión de Irak, pero la serie de las novelas del heredero e hijo de Jack Ryan son tan mediocres como su héroe.
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