Palabras sin trampa
Giuseppe Verdi es el compositor que mejor muestra los sentimientos y las emociones de los personajes a través del canto, pieza clave en su lenguaje operístico.
En el triunfo de la voz como expresión de sentimientos encontramos la clave del lenguaje operístico de Giuseppe Verdi. La deslumbrante evolución de su estilo es la historia de una obsesiva búsqueda de la mayor expresividad teatral para conmover, sin trampas, al público. Hablar de Verdi es hablar de voces, porque el genio de Busseto es el compositor que mejor muestra los sentimientos y emociones de los personajes a través de la voz, arropados por una orquesta que, en su plena madurez, logra crear la atmósfera justa para el desarrollo del drama.
El cantante verdiano tiene su mejor aliado en el foso, en una orquesta capaz de sostener, envolver y realzar el valor de las palabras con una energía teatral conmovedora. Cantar bien no basta para hacer justicia a su arte: además del dominio de las reglas y la tradición del canto italiano, el concepto de teatro musical perfeccionado por Verdi exige a sus intérpretes penetrar en la psicología y el alma de los personajes. De hecho, toda su carrera en los escenarios es la historia de una lucha titánica contra las falsas tradiciones, en un itinerario iniciado a los 26 años en la Scala de Milán con el estreno de su primera ópera, Oberto, en 1839 y coronado en el mismo escenario en 1893, con el triunfal estreno de Falstaff, la más perfecta comedia del siglo XIX y, para muchos, de la historia de la ópera.
La voz es el centro neurálgico del universo verdiano, que clava sus raíces en las tradicionales reglas del canto italiano, renovadas con un impulso definitivo por el maestro de Busseto. Las primeras óperas todavía deben mucho a Donizetti, Bellini y Rossini, y en los duros “años de galeras”, la evolución de su lenguaje es espectacular en el tratamiento de las voces y el papel de la orquesta. Mantiene lazos con el pasado, pero va arrinconando o transformando muchos elementos de la ópera romántica que solo servían para el lucimiento vocal. Cada vez pide más esfuerzo interpretativo para explorar la verdad psicológica del personaje y transmitirla al público siguiendo la lógica de las situaciones dramáticas que acontecen en el escenario.
En la Violetta de 'La traviata' interpretada por Callas nada falta. Cada palabra encuentra el adecuado color vocal
El peso de la antigua escuela de canto italiana fue determinante en la vocalidad verdiana, pero incluso en el canto de agilidad, apostó más por la expresividad que por la pirotecnia vocal. Abigail, de Nabucco, es el primer gran papel de soprano verdiana, que también puede denominarse coloratura dramática. La joven Maria Callas podía hacer frente a la inclemente tesitura de este personaje con una salud vocal a prueba de bombas: era una fuerza de la naturaleza, capaz de estremecedores ascensos al sobreagudo.
Con la perversa Lady Macbeth, vuelve a llevar la voz de soprano a límites sobrehumanos, por la extensión, y por la intensidad dramática, desconocida hasta ese momento. Verdi quería una cantante con carisma teatral, no una voz de gran belleza para este papel. Despidió a la primera intérprete prevista, Eugenia Tadolini, “porque cantaba demasiado bien”. Al final, escogió a Marianna Barbieri-Nini, a la que sometió a ensayos durísimos, casi una tortura, como confesó en sus cartas, para conseguir su objetivo: “estremecer con la voz” al público para mostrar la maldad de Lady Macbeth. Claudio Abbado marcó un punto y aparte en la caracterización de este personaje en las históricas funciones en la Scala dirigidas escénicamente por Giorgio Strehler: en ellas, Shirley Verret ofrecía un sutil retrato vocal y psicológico del papel.
Hay rasgos comunes en el patrón vocal que siguen personajes como Amelia (Un ballo in maschera), las dos Leonoras (Il trovatore y La forza del destino) y Aída. Todas piden instrumentos líricos, pero con fuerza. Callas, Zinka Milanov y Leontyne Price, con su suntuosa voz, son referentes en estos papeles, a los que Renata Tebaldi y Monserrat Caballé otorgaban una radiante belleza vocal, coronada por sublimes pianissimos. Con esas armas emocionaron también en los papeles de Elisabetta (Don Carlo) y Desdémona (Otello), que requieren máxima delicadeza y vuelo poético. Mirella Freni y Victoria de los Ángeles también fueron soberbias intérpretes de Desdémona y Amelia. Gilda, de Rigoletto, es feudo de coloratura lírico-ligera, aunque, expresivamente, Callas y Renata Scotto fueron capaces de sacarle al papel una fuerza imponente.
Pero si queremos buscar un personaje único en la literatura operística, ese es, sin duda, Violetta de La traviata. Un mundo aparte. Y hablar de Violetta es hablar de la Callas y su insuperada recreación, absolutamente trascendental en la historia de la interpretación verdiana. Nada falta en la definición del personaje, con una psicología sutilmente trazada en mil detalles en los que cada palabra encuentra el adecuado color vocal.
El tenor verdiano clava sus primeras raíces en Bellini y Donizetti. Los primeros papeles están pensados para tenores di grazia, pero pronto la escritura demanda voces más robustas. Los dos grandes papeles para tenor lírico, con equilibrio entre la elegante ligereza y los acentos más intensos, son el Duque de Mantua (Rigoletto) y Alfredo (La traviata). Alfredo Kraus, Carlo Bergonzi y Luciano Pavarotti son los reyes en este terreno, por la nobleza y elegancia del fraseo. Los dos últimos también triunfaron en papeles de carácter lirico-spinto —Don Carlo y Gabriele (Simon Boccanegra)— y en otros que piden máxima ductilidad y lirismo, como Riccardo (Un ballo in maschera), o Manrico (Il trovatore) y Radamés (Aída), que demandan acentos épicos. Por dominio del estilo, Aureliano Pertile fue un Manrico de manual, pero si se busca más belleza vocal y fulgor, los elegidos se llaman Jussi Bjorling y Franco Corelli.
¿Qué harían los barítonos sin los grandes papeles verdianos? Pues tendrían que conformarse con muchos menos vehículos de lucimiento
Radamés exige una vocalidad generosa, empuje, el squillo propio de los tenores de género spinto y capacidad para apianar y perfilar delicados matices: sin esa ductilidad, es imposible salvar los escollos de la dificilísima Celeste Aída, auténtica piedra de toque, temible, además, por su situación justo al inicio de la obra, con la voz aún fría. La desbordante belleza vocal y la fuerza de Björling, la musicalidad de Plácido Domingo, el dominio estilístico de Carlo Bergonzi, el vigor dramático de Richard Tucker o la arrolladora generosidad vocal de Pavarotti son aquí los triunfadores.
En la evolución tenoril brillan Don Álvaro (La forza del destino), con esos acentos imprecatorios que tan bien perfilaban Bergonzi y Tucker; y Otello, carta de identidad para un tenor dramático o di forza, estrenado por el gran Francesco Tamagno. El impactante moro de Mario del Monaco, poco refinado pero de voz espectacular, broncínea, de brillantes agudos, marcó época; también el complejo retrato psicológico de Jon Vickers, la intensidad de Ramón Vinay y la inteligencia e instinto teatral de Domingo.
¿Qué harían los barítonos sin los grandes papeles verdianos? Pues tendrían que conformarse con muchos menos vehículos de lucimiento. A partir de la herencia recibida, Verdi creó un nuevo tipo de barítono, con tesituras más agudas y un nuevo mundo de posibilidades expresivas, desde el lirismo ardiente a la fiereza y contundencia de los grandes villanos del repertorio. Desde el estreno de Nabucco cobró forma la nueva personalidad baritonal: marcó el camino el famoso Giorgio Ronconi, y a partir de entonces, el itinerario de Verdi otorga sus señas de identidad al barítono, que necesita voces densas y artistas del fraseo y la dicción para dar certero valor teatral a las palabras. La grandeza de Simon Boccanegra, la torturada personalidad de Macbeth, el odio visceral de Yago, la firmeza de Giorgio Germont, la sed de venganza de Amonasro (Aída), el lirismo exacerbado de Rodrigo (Don Carlo) y la tensión dramática de Don Carlo di Vargas (La forza del destino) son personajes de una pieza que han bordado Ettore Bastianini, Leonard Warren, Tito Gobbi, Piero Cappuccilli, Renato Bruson y Leo Nucci. Teatralmente, la caracterización de Falstaff es un derroche de incisividad, sentido del humor y gracia para los diálogos: Mariano Stabile, Giuseppe Valdengo, Tito Gobbi, Giuseppe Taddei, Juan Pons y Ambroggio Maestri han mantenido alto el listón en la recreación del panzudo que cierra el legado verdiano con un brindis a la alegría de vivir.
No hay tantos papeles de mezzosopranos en el catálogo verdiano que dejen una huella tan impresionante, y a la cabeza se sitúan tres personajes que necesitan gran temperamento dramático, graves poderosos y firmes agudos: la gitana Azuzena (Il Trovatore), la Princesa de Eboli (Don Carlo) y Amneris (Aída). Necesitan voces extensas, con fiereza y mucho, mucho temperamento: Giulietta Simionatto, Fedora Barbieri, Fiorenza Cossotto, Grace Bumbry y en los últimos años Dolora Zajic son las reinas indiscutibles para esta galería, a la que podemos añadir un papel mucho más oscuro, Ulrica (Ballo).
Verdi contribuyó también al mayor protagonismo de la voz de bajo. La línea de canto, más central, pide nobleza y calidez en el fraseo. Pone las cosas difíciles al explorar el registro grave en personajes como el asesino Sparafucile (Rigoletto), el revolucionario Procida (I vespri siciliani) o Fiesco (Simon Boccanegra). O en el ímpetu que caracteriza a Attila, deudor del belcantismo. Pero donde marca la diferencia es en la línea cantabile que tantas oportunidades de lucimiento brinda en papeles como el Padre Guardiano (La forza), el despiadado Silva (Ernani), Bancquo (Macbeth), Ferrando (Il trovatore) o Ramfis (Aída). Punto y aparte es Fra Melitone en La forza del destino, raro papel buffo insertado en un drama oscuro.
Y dejamos para el final uno de los papeles más gloriosos del repertorio italiano y de toda la historia de la ópera, Felipe II (Don Carlo), personaje emblemático para bajo cantante, enfrentado a otro bajo de oscuros acentos, el Inquisidor en una de las óperas que contiene mejor música. El legendario Boris Christoff con su imponente pasta vocal, Nicolai Ghiaurov por la belleza y emotividad del canto, Cesare Siepi y Martti Talvela, por sus impresionantes medios, dejaron su huella en la moderna interpretación del monarca español.
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