La risa del excéntrico
Era, entre los escritores y los hombres de su tiempo, un contradictorio Un amigo conmovedor, no pedía nada a cambio
De este escritor formal y excéntrico a la vez, de Álvaro Mutis, sorprendían la risa y el desdén; se reía de sí mismo, desdeñaba la importancia que le concedían.
Era, entre los escritores y los hombres de su tiempo, un contradictorio, en el sentido que rescató Guillermo Cabrera Infante: en un tiempo de republicanos, y sobre todo de republicanos latinoamericanos, se declaró monárquico, y defendió esa forma de mando más desde la estética de los salones que desde la ética de las plazas. Su vestimenta recurría a veces a chalecos que recordaban los de los almirantes e iba siempre con una gorra azul marina como si estuviera al frente de un navío.
Era ya un hombre mayor (y era grande, de músculos largos, de grandes facciones, de voz poderoso, casi de caramelo, la voz de Los intocables) y llevaba pantalones vaqueros como un chiquillo. En la época en que muchos de sus compañeros iban haciendo libros grandes y recopilando sus obras completas o sus memorias como si así fueran a parar el tiempo que les caía encima, escribió cada vez más menudo, como había hecho su admirado Juan Rulfo, y siguió haciendo poesía para hablar menos y más bajito.
Se situó lejos del foco que cayó sobre Gabriel García Márquez, por ejemplo, y fue de los que dijo que aquel Nobel había acabado con sus propias ansiedades, si ya lo tiene Gabo para que lo esperamos otros. Cuando este amigo suyo recibió ese galardón fue de los que participó en la alegre fanfarria colombiana que se destapó en Estocolmo, pero no era un hombre de jarana. Tampoco era exactamente un patriota; el exilio le dio otras patrias, y no llenaba las conversaciones de la nostalgia de su país, ni mucho menos. Él inventó un país para sí solo, y de ese país fue portavoz único, como un solitario de alta mar que miraba atentamente pero hacia adentro, aunque se estuviera riendo. Su risa esperaba la risa de otros, no se hacía grande hasta que los demás hacían eco. Sus ojos los recuerdo como los de un muchacho soñoliento, y sus manos, mientras fueron firmes, eran las de un nadador, grandes y fuertes, te apretujaban la mano como si dentro llevara las ganas de verte.
Lo dijo más de una vez: era grandullón e ingenuo, su cuerpo había crecido más que su deseo de ser mayor, pues pensaba, y esto lo dijo en Madrid en 2002, que “esa fiesta que fue nuestra vida de niños es lo que nos hace eternos”. La eternidad empieza un lunes, escribió su amigo Eliseo Alberto, pues ese día justamente dejó esta fiesta en la que solo se es eterno si uno sigue siendo el niño que fue.
Un apunte final: esa anécdota según la cual él le llevó a Gabo el Pedro Páramo de Rulfo “para que aprenda, carajo”, tiene una contrapartida que a lo mejor también es verdad: cuando Gabo escribió El coronel no tiene quien le escriba, el propio Mutis se la llevó a Rulfo y le dijo esta jaculatoria: “Para que aprenda, carajo”. Era un amigo conmovedor, no pedía nada a cambio.
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