Incomprensible realidad
Ricardo Piglia se ha propuesto investigar la mecánica de la fascinación por la violencia 'El camino de Ida' es una novela con referencias a Thoreau y Conrad
La violencia nos fascina. Códigos morales, leyes civiles, tradiciones, intentan contener y reprimir nuestros impulsos destructivos; no lo logran. Desde la decisión divina de ahogar al mundo en el Diluvio hasta los cotidianos atentados suicidas de nuestro tiempo, nuestras soluciones son como la de aquel crítico que argüía que cierto texto no podía ser purificado sin aniquilación.
Ricardo Piglia, cuyas primeras novelas auguraban una promesa de maestría felizmente cumplida en Blanco nocturno, se ha propuesto investigar no las razones (siempre incomprensibles) sino la mecánica de tal fascinación. Somos violentos hacia quienes detestamos, hacia quienes meramente despreciamos y también hacia quienes amamos, como si en el intento de destrucción del otro estuviera la curiosidad por conocerlo, como quien desarma un reloj para ver cómo funciona.
El narrador nada fiable de El camino de Ida es Emilio Renzi, un Piglia apenas disfrazado quien, como su autor, es argentino, ya no joven, profesor en una “elitista y exclusiva” universidad norteamericana, admirador de Conrad y de W. H. Hudson. “En aquel tiempo”, dice Renzi, “vivía varias vidas, me movía en secuencias autónomas: la serie de amigos, del amor, del alcohol, de la política, de los perros, de los bares, de las caminatas nocturnas”. Desde este primer párrafo, la novela avanza fiel a estas secuencias hasta el acontecimiento del que Renzi quiere “dejar testimonio” y al cual, ingenuamente, cree que lo ha conducido el azar. “¿No es notable —pregunta Renzi hacia el fin de su búsqueda— que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? No era la realidad la que permitía comprender una novela, era una novela la que daba a entender una realidad que durante años había sido incomprensible”. Este es el ambicioso (y logrado) propósito de El camino de Ida.
En la muy anglosajona universidad de Taylor, donde dictará un curso sobre Hudson, un inglés-argentino que, como nadie, recuperó para la literatura la experiencia de la pampa, Renzi tratará de sobreponerse al desasosiego de su exilio y de su divorcio. No lo ayudarán ni el alcohol ni las caminatas nocturnas, donde se encontrará repetidamente con un extraño vagabundo llamado Orión, como el gigante nacido de la orina de los dioses, y que jalonará la narración a la manera de un coro griego. Tampoco lo ayudará la relación amorosa con la directora de su departamento, la brillante, bella y controvertida Ida Brown, cuyo nombre permite el melancólico calembour del título. “No sé si uno puede conocer (o decir que conoce) a una mujer por haber pasado unas noches con ella, pero conocía la intensidad de Ida y eso era todo”, confiesa Renzi. Tiene razón: los encuentros con la intensa e indescifrable Ida acabarán en la muerte violenta de la directora, el primer crimen de una serie de atentados contra prestigiosos académicos que Renzi (y el FBI) intentarán resolver. Renzi nos cuenta que, en Argentina, una de sus ocupaciones era traducir “múltiples novelas policiales que parecían ser siempre la misma”. Ahora se encuentra metido en una singular novela policial con múltiples asesinatos idénticos.
A pesar de la aparente inocencia de la primera parte de la novela, que parece prometer al lector otra crónica más de la vida del campus académico con sus imbecilidades burocráticas, sus envidias, sus amoríos y sus borracheras, ciertos indicios jalonan las páginas de El camino de Ida para advertirnos que otra cosa acecha en las sombrías páginas finales. Por ejemplo, una alucinante secuencia de animales va apareciendo a medida que Renzi avanza en su narración: un enorme tiburón conservado vivo en el acuario del decano de la universidad, un cuervo vivo (el énfasis es del autor) que es parte o no del postfacio a un coito, un ciervo congelado en el claro de un bosque como esa persona que uno ve (dice el asesino) cuando observa su vida pasada, un loro agrio y amarillo que repite incansablemente “vamos al hotel, vamos al hotel, Tom”. Todas estas son claves que, al contrario de una novela policial, admiten pero no ofrecen ni justifican una explicación.
Los dos primeros tercios de la novela cuentan la laboriosa estadía de Renzi en la universidad con numerosos y brillantes apartes acerca de la obra de Hudson y de Conrad, breves reflexiones magistrales que hacen desear al lector un futuro ensayo sobre el tema; la tercera parte es la historia del asesino, cuyo misterio Renzi se empeña en descifrar. Uno se refleja en el otro como en un espejo invertido: Renzi, el narrador, es infeliz y desorientado; el criminal, Thomas Munk, es un hombre dichoso y satisfecho. Munk es también una de las creaciones más logradas de Piglia: un erudito inteligente, de una lógica despiadada. Intentando salir del opresivo (y a su juicio, hipócrita) ambiente universitario, Munk se refugia en una cabaña solitaria y salvaje, al estilo del Walden de Thoreau “un Thoreau enfurecido”. Munk arguye que “existe una base ética justificada para matar”. Munk razona: “La cuestión no era pensar lo que se vive, sino cómo hay que vivir para poder pensar”. Cuando es arrestado, Munk se deja llevar “con la dignidad y el gesto altivo de un prisionero político”.
En un prólogo escrito en 1920 a su novela El Agente secreto (que como Renzi descubre, Ida había leído), Conrad confiesa que la historia del anarquista Verloc nació del sentimiento de hartazgo del propio autor, quien como Renzi, buscaba cambiar algo “en mi imaginación, en mi visión, y en mi actitud mental”. Conrad recuerda pensar “en la futilidad de la cosa, su doctrina, sus acciones, su mentalidad, y en el aspecto despreciable de su pose semidemente, como un descarado estafador aprovechándose de las conmovedoras miserias y la credulidad apasionada de una humanidad siempre tan trágicamente ansiosa de su propia destrucción. Esto es lo que hacía que, para mí, sus pretensiones filosóficas fuesen tan imperdonables”. En las últimas páginas de la obra, el lector no atina a saber si Renzi posee la lucidez de Conrad. No cabe duda de que Piglia sí.
El camino de Ida. Ricardo Piglia. Anagrama. Barcelona, 2013.296 páginas. 17,90 euros
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.