¡Cázala otra vez, Ahab!
Una película de Ron Howard, festivales, ediciones monográficas y hasta la moda resucitan el mito de ‘Moby Dick’, la gran ballena blanca de Herman Melville
Siempre habrá alguien dispuesto a subirse a otro ballenero para salir a la caza del gran cachalote blanco. Da igual que emerja de una novela de los tiempos de las viejas novelas (el siglo XIX), Moby Dick transita por esas aguas oscuras de la inmortalidad que tanto atraen a quienes van a morir. Una zona que, como dijo su autor, Herman Melville: “No está en ningún mapa, los sitios de verdad nunca están”. El último en caer en sus redes ha sido Ron Howard (Una mente maravillosa, El desafío: Frost contra Nixon). Aunque Howard se aventurará desde otra perspectiva: su película, In the heart of the sea, buceará desde septiembre —comienzo de su rodaje— en el microcosmos de los barcos balleneros decimonónicos que alentaron la novela, y que el mismo Melville conoció en su juventud. El rodaje pasará por Canarias, donde John Huston ya filmó en 1954 el punto final de su Moby Dick: aquel plano del capitán Ahab, con un Gregory Peck enredado al cetáceo con cuerdas y arpones. Solo su brazo derecho sobresale de la maraña de sogas: y con él parece llamar a su tripulación —y a los que han intentado posteriormente adaptarla a la pantalla— a seguirle al infierno.
Pocas criaturas marinas han despertado tanto interés como la ballena, que ha inspirado versiones cinematográficas, versiones juveniles, cómics, libros ilustrados y —en las últimas décadas— festivales nostálgicos como los que se celebran en Youghal (Irlanda), New Bedford o Pittsfield (Estados Unidos). También a la moda y el diseño: los dibujos canónicos de la novela, los de Rockwell Kent, inspiran a la casa estadounidense Out of Print, especialidada en ilustrar sus productos con portadas icónicas, camisetas y accesorios como fundas para e-book.
“Es un icono. Como la bomba atómica o Marilyn Monroe”, subraya Carlos Uriondo, sociólogo y director de la revista Graphiclassic, que ha arrancado su aventura editorial con un monográfico dedicado a Moby Dick. Otros que se suben a un ballenero… Arrancar con el cetáceo tiene su simbolismo, su mensaje de desdén hacia tempestades (económicas, tecnológicas…) e imposibles (captar lectores). “Decidimos que nuestro destino iría unido a la ballena”, bromea Uriondo, que ha puesto en marcha el proyecto junto al diseñador gráfico Vital García Tardón, el periodista Luis Conde y el filólogo Guillem Díez. En el primer número colaboran Fernando Savater, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina, Moncho Alpuente, Juan Madrid o José Carlos Somoza, con ilustradores como Fernando Vicente, Ricardo Martínez o Judit Morales.
Moby Dick despegó cuando su autor, Herman Melville, un hombre cuya tortura interior rivalizaba con la del capitán Ahab, ya estaba muerto. Melville falleció, fracasado, en 1891. Su novela, escrita en 1851, reflotó en el siglo XX, “bien entrados los felices veinte, una vez digeridos los horrores de la I Guerra Mundial, suponiendo un preámbulo de lo que acechaba por el horizonte”, escribe Uriondo.
Melville, que utilizó la obra para impresionar a Nathaniel Hawthorne —que por aquellos días gozaba de tanto prestigio literario como desinterés por Melville—, es un autor a la altura de su cachalote. “Es un personaje solo afrontable desde la madurez”, concede Ron Howard, que ha elegido al británico Ben Whishaw para encarnarle. “Aunque esté apartado del guion que voy a rodar, el escritor es parte fundamental porque veremos cómo se sumerge en ella 30 años más tarde”.
Howard es una excepción, porque debía de ser el único cineasta sin interés en adaptar Moby Dick. “Leí el guion. No conocía la historia del barco Essex en 1820 y pensé que se inspiraba en la novela, hasta que me di cuenta de que era al revés. Y eso me fascinó. Todos los adolescentes estadounidenses han leído el libro. Claro que me gusta. In the heart of sea puede ir en la estela de mi Apolo XIII”, cuenta durante su visita a Madrid para presentar Rush, “porque es la descripción de un mundo, el de los barcos balleneros, del que el espectador se preguntará cómo lo hacían, cómo trabajaban en equipo, cómo superaban juntos las adversidades”.
Melville, casi documentalista en otras partes de la novela, escribe sobre el cachalote: “Así que no hay manera terrenal de descubrir exactamente qué aspecto tiene la ballena”. Y con eso zacandillea a los futuros adaptadores: el animal es un monstruo, es Dios, es el mal, es el escritor, somos los lectores. ¿Es posible llevar a la pantalla la fuerza y la desmesura de la acción sin eliminar todas las digresiones, simbolismos y reflexiones teológicas, que van desde la blasfemia hasta el reconocimiento de la miseria humana ante un ser superior? Malamente. Los dos intentos protagonizados por John Barrymore, las diversas miniseries televisivas (ni las que tiene a Patrick Stewart y William Hurt como Ahab convencen)… Nadie remató la faena. Otro mito, Ray Bradbury, fue quien más se acercó, como escritor del filme de Huston, que adoleció de un Peck caracterizado estilo Lincoln.
¿Cuánto de Ahab y cuánto de Ishmael había en Melville? En la semblanza de Uriondo se percibe a un hombre que pasó por la vida acumulando derrotas desde que a los 11 años se asomó al abismo del descenso social tras la quiebra del negocio de su padre y comenzó a trabajar apenas dejada la niñez. A los 19 cató el mar. Durante cinco años pasó de un barco a otro (ballenero, mercante...), de una huida a otra (se amotinó y desertó) y de una peripecia a otra: sobrevivió en una isla poblada por una tribu de antropófagos, que luego le inspiró Typee: un edén caníbal, su primer libro.
Al dejar el mar se casó con Elizabeth Shaw, la mejor amiga de su hermana, para formar una de esas familias desdichadas. Pugnó con la literatura, empalmó un fracaso con otro. Acabó trabajando en la aduana de Nueva York como un bartleby de la vida, escribiendo poesía clandestina y haciéndose preguntas demasiado unamunianas. “Sus obras fueron ignoradas durante tiempo. Eran historias complejas, extrañas y pesimistas, alejadas del optimismo exacerbado estadounidense”, plantea Uriondo.
En español no se publicó la primera edición completa hasta 1943, cuando el libro ya navegaba ligero. Se convirtió en un clásico, aunque hoy sufra el síndrome de la obra maestra. “El mito es tan familiar que raramente sentimos la necesidad de acercarnos al libro en el que tuvo su origen. Moby Dick es una obra maestra tan evidente que a todos nos parece que la hemos leído”, escribe Muñoz Molina en el prólogo de Melville, la biografía escrita por Andrew Delbanco, rescatado para el monográfico de Graphiclassic.
La transformación de Moby Dick en un título juvenil explica la larga nómina de dibujantes que han recreado la épica persecución de Ahab. Una adaptación que obliga a sacrificar su turbia carga de profundidad. Cualquier lectura es posible. Como la de la construcción nacional que plantea la catedrática de Literatura Rosa María Burillo: “Se trata de la epopeya de la nación americana que busca en el mar el mundo del Oeste”. O la freudiana, que propone el escritor José Carlos Somoza, para quien Ahab es “el tullido marinero lleno de sed de venganza, que no es otro que el zoófilo más colosal y trágico que ha inventado la literatura”. Somoza, antes de caer trastornado por la literatura, se dedicaba a la psiquiatría.
“Nadie que no tenga por lo menos 15 años —y sea maduro para su edad— podría enfrentarse a esas páginas”, sostenía Houston. Fernando Savater discreparía. Él leyó el libro a los nueve años —en versión abreviada— y desde entonces tiene frecuentes recaídas. Es el libro que se llevaría a una isla desierta. A diferencia de George Bernard Shaw, que, recuerda Savater, tenía otras miras: “Me llevaría Cómo construir un barco en 15 días”.
¿Un ballenero?
Babelia
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