El estilista de ‘le feo cool’
El publicista proporciona una nueva vida a los objetos que ya nadie quiere
En 1917 el iconoclasta francés Marcel Duchamp ponía el mundo de la creación patas arriba al elevar un anodino urinario a los altares de los museos. Cualquier objeto, pensaba, podía alcanzar el estatus de obra de arte. Muchos días, cuando su trabajo como redactor publicitario se lo permite, Eduardo Vea recorre en bicicleta las zonas industriales de Chicago, donde reside desde hace dos años. Su objetivo es el del francés, dar con piezas, artilugios y enseres que nadie quiere, sacarlos de contexto y hacer de ellos obras valiosas.
“Me gusta que el material tenga una vida anterior, le da un valor añadido”, explica el artista al teléfono desde la oficina en la que trabaja. “Siempre he buscado darle una segunda vida a objetos que empezaron siendo otras cosas”. Donde el común de los vecinos de Illinois ven un mero plano de metro de Chicago o unos troncos inservibles a la orilla de un lago, Nose –alias artístico de este donostiarra de 38 años– pinta sobre ellos y los convierte en obras insospechadas.
Repudia los formatos más ortodoxos, que le parecen insustanciales. Prefiere la imperfecta naturalidad que le ofrece un cartón –mojado, mucho mejor– o un trozo de madera. “Tengo predilección también por las cosas viejas, oxidadas y roñosas”, añade. Hay algo bello, insiste, en lo que los demás desprecian por feo o inservible. Él mismo ha dado con la denominación perfecta para su estilo: a su peculiar proceso de reciclado artístico lo denomina estilo le feo cool, un acertado juego de palabras. Y advierte: vivimos en la edad dorada de lo antiestético, en publicidad –algo sabrá de esto por su profesión–, moda, ilustración… “Se trata de reivindicar la belleza de lo feo, de aspirar a vivir sin complejos. Y me parece genial este sentimiento de orgullo”.
Lo rugoso e imperfecto, siempre antes que materiales nuevos. Su ojo desprovisto de prejuicios puede ver algo diferente en cualquier objeto y material. ¿Cualquiera? “El plástico no me gusta, la verdad. Prefiero los objetos que sean naturales, que tengan una textura diferente”, explica. “Me pasa lo mismo con los lienzos, visualmente son muy bonitos, pero me parece demasiado blanco para trabajar. Si ya está utilizado me gusta más”.
Siempre fue así. De pequeño pintarrajeaba sobre las obras que su madre, aficionada a la pintura, desechaba. “Continuamente pintaba sobre lo que tenía a mano. Y lo sigo haciendo, hago garabatos donde pillo, de ahí pueden salir cosas más grandes”. Cosas que, por cierto, aparecen en lugares insospechados. Por eso va de vez en cuando al lago para ver si las mareas “le reponen material”. “La primera vez me encontré con unas maderas, me sorprendieron y me puse a pintar allí mismo”, recuerda. “Justo entonces se presentó un policía y me preguntó qué estaba haciendo. Pero pronto vio que no estaba haciendo ilegal”. Solamente algo raro. “Yo no lo veo raro, veo más raro que no se utilicen más estos materiales usados”. Regresó a casa con sus troncos y acabó pintando una serie de tótems de madera que remiten tanto al espíritu dadaísta como a las intervenciones de Ibarrola en plena naturaleza.
Tampoco fue aquel su único encontronazo con las fuerzas del orden. Hace poco, donde acaban las vías del tren de una estación, un policía lo encontró fotografiando edificios de una zona abandonada para futuros proyectos. “Al final acabó pensando que era un turista desorientado”.
En sus intervenciones disfruta de la transformación. Y lo documenta en su blog, en vídeos… Tal vez es deformación profesional, pero este publicista ha aprendido a dejar constancia –en todo tipo de formatos– de cómo da con algo bello en cualquier parte. “Así el público conoce cómo es el proceso”, afirma. “Cómo, por ejemplo, de un trocito de madera creo una portada de una revista. Para mí enseñar cómo me divierto haciéndolo es tan importante como el resultado final”. Porque para él no deja de ser un juego.
Babelia
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